Me subyugan las fábulas orientales: es como si toda su magia fuera anterior a mi pensamiento y las hadas y los duendes jugaran conmigo a soñar, a recoger los filamentos de mis fantasías en un ovillo de nostalgias bonitas.
El Oriente Próximo es como un enjambre de palabras elaborando mitos en su panal, narrando versos luminosos en una versión gloriosa del paraíso sembrado allí, con su leyenda de frutas y dátiles deliciosos.
En Las Mil y Una Noches hallé el nombre más lindo que he conocido, Halima, que significa mujer dulce, con un don especial para el amor, ojos seductores y un ajuar de luz, minuciosamente bordado de colores.
Cuando descienden las horas del silencio, al amanecer, ella acaricia el jardín, contagiada de pétalos, acompañada del trazo presuroso de las mariposas y colibríes que dibujan su sombra relevante y fugitiva.
Su belleza la cantan las esclavas y los mamelucos de los sultanes en cualquier caravana al Mediterráneo, a Egipto, o a La India, a los milagros de los desiertos y los mares, donde la distancia no existe y el tiempo es un sueño.
El esplendor árabe la volvió romance y era a veces angelical, otras cruel, hasta encender de locura los sentimientos de príncipes y visires, apasionándolos a todos con su cara mojada de luna y su flauta.
Halima era como esos genios que concedían deseos, un eco del destino que traía los rumores de los vientos de Mesopotamia para anunciar, en la hora de reposo, la estirpe azul del horizonte.