Los signos de luz esperan la mejor hora íntima para orientar los caminos, como huellas mágicas, susurros de luna, o gotas de rocío, que invitan a sentir la vida en el arrullo del viento y verla -luego- sembrarse en una corola bonita.
Se alían con las viejas sombras de los recuerdos, para desplegarse en la memoria con esa sugerencia maravillosa que sólo el tiempo espiritual sabe transferir, en cada eco sabio que repica el secreto de su silencio.
Y se insertan sigilosos en el corazón, se convierten en senderos de estrellas remotas, de nubes que se cuelgan del espacio, tan genuinas, que no se parecen, nunca, una a otra, porque son un abanico de itinerarios.
La luz acecha (¿enamora?) una ilusión desprevenida y la enlaza con un sueño, la vuelve instantes que se reflejan en el crepúsculo y se inclinan en el atardecer para recogerse en la soledad de la noche, con la bendición de la penumbra.
Son el umbral de distancias lejanas que anuncian una profecía de nostalgias en círculo, o la danza de aquellos milagros pendientes que esperan su lugar en el horizonte, con esa curvatura cíclica y misteriosa que posee el destino.
Los signos de la luz son mansos, se anclan plácidos en la paz que regresa en manojos transparentes, con esa reserva de cristal que guardan los trinos de los pájaros en alforjas melodiosas, cuando vienen de vuelta a sus nidos.
Me encanta imaginarlos como espejos azules sembrados en las lagunas, o sueltos en las cumbres de los montes, para mirar cómo se extiende el mar, cansado, después de canjear victorias y derrotas…para fugarse en el tiempo.
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