La ética tiene una lógica natural, similar a la del rocío cuando se adormece en el amanecer, mientras la luna lo contempla serena y la esperanza se imagina a sí misma siendo maestra de los principios universales.
Y nos recuerda las buenas costumbres, las asimila a huertos donde se cultiva la verdad recorriendo surcos, montada en un caballito de madera, como aquél en que soñábamos ser héroes para brotar, luego, en frutos de bondad.
Y dibuja en el alma las huellas de la perfección, de la consciencia pura, para unir el pasado con el futuro, reparar el tiempo vacío y mostrarnos el sello primordial de la libertad, inscrito en el viento.
La ética es una vieja ausencia que se añora, un núcleo de sentimientos que quieren ser más que un pedacito temporal de vida y andar a zancos entre las estrellas para abrir las ventanas al esplendor de la belleza.
Es extraer la savia del infinito, la magia azul invisible y moralmente luminosa de la sencillez, surgiendo del instante generoso de una sonrisa sana, o del color de las mariposas sobrevolando los sueños de un jardín.
Y es ser como el tronco solitario del parque al que le nacen hojas, y flores, mientras los pájaros lo rodean celebrando, con trinos de espiritualidad, el rumor de la lluvia que canta majestuosa el premio a su paciencia.
Esa es la ética, el espejo de lo absoluto reflejado en la ingenuidad, en una alianza fraguada con los ángeles para recoger las sombras de los duendes, iluminarlas y alojarlas en ese cristal de silencio que trasluce desde el corazón.