Me encanta la visita mañanera de la memoria, con su don de ser espejo de los sueños que lograron ser, o los que no, de su cita entre comienzos y finales en el presente, para transferirlos renovados a la consciencia.
Ella ve pasar las edades, la vida, la nostalgia, ese -algo por hacer- pendiente en el corazón, aquellas cosas del destino que son sólo decisiones del tiempo y la belleza que se siembra en el alma con flores de cristal.
Así, procura ir más allá y enlazar nuestra historia para recoger, en el hilo del recuerdo, un acto puro que sea el faro espiritual de una luz imaginaria que anuncie, a la intimidad, retazos de sensatez.
Se nutre de la lentitud del pasado, o de las semillas del porvenir, del silencio de las estrellas titilantes que anhelan renacer en el sol, o anudarse en las sombras de la luna, con una metáfora bonita de la soledad.
Y cuenta de amores y lejanías, versos y canciones, ojos bonitos y sonrisas, pesares y lágrimas, glorias y decepciones, pero sale airosa del laberinto con una majestuosa procesión de episodios azules, de gran hondura sentimental.
Nos ha observado tanto que nos conoce -de memoria-, y rota el eco bondadoso de su silencio con puntitos de colores en el pensamiento, como los que uno colgaba en tableros de corcho para recordar cosas.
Su misión es liberar -no condenar-, ser pionera de ilusiones y buscar ideales peregrinos, para cultivarlos como trocitos de bonanza hechos de secretos, que serán señales celestiales de nuestra verdad.
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