La vida tiene su final inexorable. Un plazo incierto, pero se cumple. Y de distintas maneras. No hay uniformidad. Los accidentes, las enfermedades, las violencias y otras formas de aniquilamiento de las personas, llevan a ese final. Pero cuando este se impone mediante el crimen, con atrocidad y aberración, como ejercicio de barbarie, se entra en la onda de la degradación. La condición humana se pervierte para darle paso al suplicio de la miseria existencial. Es el naufragio de la razón y de la convivencia, con predominio de la brutalidad.
No obstante, el caudal del conocimiento, o el desarrollo cultural, o las corrientes de la civilización, además de los desgarramientos provocados por las guerras y los demás conflictos armados, se acude repetidamente a la violencia para ultrajar la vida. Es una forma de anular derechos y la libertad, a fin de garantizar la preservación de los privilegios de clase, el autoritarismo de gobierno, la corrupción, el abuso de poder y la desigualdad con todos sus efectos negativos. La violencia es un instrumento de poder para impedir que ganen espacios los que siempre han sido víctimas de la voracidad de quienes se han adueñado del patrimonio público.
En Colombia, además de la muerte natural, la violencia se está utilizando para el sostenimiento de grupos políticos con poder. La cotidianidad de la muerte de los líderes sociales, de los defensores de derechos humanos, de excombatientes de las Farc, de voceros de los campesinos despojados de sus predios, pone en evidencia la perversa finalidad de esas acciones consumadas a sangre y fuego. La recurrencia es una señal como para disipar toda duda respecto a su contundencia.
Insistir en la violencia como recurso político para eliminar al contrario es socavar la democracia y se hace necesario enfrentar con toda decisión tan monstruosa pretensión. No puede ser que el destino de la nación esté atado a la muerte atroz de quienes piensen distinto a los que en un momento dado tienen las riendas del mando.
Tampoco puede tener cabida el crimen por cualquiera que sea el distanciamiento entre las personas. El respeto a las diferencias es una expresión de lucidez racional en la comprensión de la diversidad de la existencia humana.
La paz es el escenario de convivencia de todas las convicciones. Finalmente debe sobresalir lo que garantice el enaltecimiento de la existencia en todos los aspectos.
Decía Stefan Zweig que “Ninguna muerte es santa, ninguna guerra es santa, solo es santa la vida”, como rechazo a la carnicería de las guerras.
La conclusión lleva a darle supremacía a la paz, con la aceptación de las diferencias para que estas no se conviertan en caldo de cultivo de las violencias con atrocidades de lesa humanidad en muchos casos.
Puntada
En el suministro de la vacuna contra el coronavirus Norte Santander debe tener un trato igualitario frente a las otras regiones del país.
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