“El Estado soy Yo”, frase atribuida al rey francés Luis XIV, personifica el absolutismo en el poder; en el caso de los monarcas por designación “divina” y en el caso de los extremistas por designación “popular”. Dos variantes del absolutismo del poder, última de las cuales parece estar representando Gustavo Petro ya no desde el trono del rey en el Parlamento francés sino desde un balcón de la Casa de Nariño. Dos Luis después, Luis XVI fue decapitado en la revolución francesa y su cabeza quedó sin poder ... y sin cuerpo.
Esas personalidades absolutistas llaman a la violencia, de la cual después se lamentan, más aún si son víctimas de ella. La revolución Francesa, que dio origen a la democracia liberal moderna, alcanzó su validez conceptual práctica en la Constitución Federal de Los Estados Unidos de América. En esta, inmigrantes europeos huyendo de la violencia religiosa y política que produjo reiteradamente el absolutismo, concluyeron que debía crearse un gobierno donde todo miembro de él tuviera controles y ninguno fuera omnipotente ni por la gracia de Dios ni por la gracia del Pueblo. Históricamente, siempre ambas gracias venían apoyadas en ejércitos o grupos armados. La otra gran consideración plasmada constitucionalmente fue que siempre había que desconfiar del poder del estado y que los ciudadanos debían contar todos los mecanismos para tener amarrado ese leviatán, pues siempre que podía “personalizaba” el poder. Para los absolutistas el poder es excluyente, para abusar de él, para “vivir rico”. El Estado, según la Constitución Estadounidense es una creación social que debe estar al servicio de ciudadanos libres, no para imponerse sobre estos aludiendo al “bien común”, que casualmente siempre se personifica en el autócrata. Y esa Constitución de más de doscientos años, está llena de controles y equilibrios entre los poderes y de mecanismos ciudadanos para impedir su abuso del poder. Eso que odian los autócratas.
En dos brazos se apoya un sistema contrario a la democracia liberal: en un cuerpo armado al servicio y usufructuante también de ese poder y una burocracia creciente e interventora que copa todos los espacios de la sociedad civil. Y esas burocracias infértiles, las podemos ver personificadas en las ministras Corcho y Vélez, quienes mezclan la soberbia con la ineptitud del militante ideológico; ellas no trabajan para los ciudadanos sino para su líder y su “idea popular”. Todo control es “reaccionario”.
La burocracia no es un mal menor y eso lo atestigua la extinta Unión Soviética que se hundió por esa masa gigantesca de burócratas, que crean complejas redes de corrupción y de creciente incapacidad que pueden producir gravísimo daño y son incapaces de corregirse. La filosofa alemana Hannah Arendt asistió al juicio en Israel del criminal de guerra Adolf Eichmann, como corresponsal periodística. La mayor impresión que tuvo al seguir el juicio era que Adolf Eichmann no era ese ser malvado que había esperado encontrar en alguien que había sido central en la construcción del sistema de exterminio nazi de judíos, homosexuales, débiles mentales o simplemente enemigos políticos; no era maquiavélico o sanguinario o déspota, solo era un burócrata que buscaba optimizar su trabajo, que era la eliminación masiva de seres humanos, sin ningún cuestionamiento moral de su parte, solo como activista de una idea que partía de su líder. Era un ser humano amoral, cobarde, gris, que la llevó a concluir que el bien no puede ser banal, pero el mal sí.
El presidente Petro empezó a caminar ese camino, para lo cual no dudará en usar todos los medios a su mano, empezando por el uso discrecional del presupuesto público. Eso para él no es corrupción, es su derecho a cumplir su destino autócrata que le dio el “pueblo”. Thomas Jefferson escribió: “La democracia es un árbol que debe regarse de vez en cuando con la sangre de tiranos y patriotas”. O resistimos activamente o aprendemos a vivir de rodillas. Se acabó el centro.