De aquí a la eternidad hay una senda con orillas de cristal, para ir tras las huellas de lo sagrado con un manojo de ilusiones en las manos y sembrarlas en el camino como semillas de esperanza.
Nos aguarda una estación de paso y allí se inicia el círculo celeste, un sueño de serenidad infinita, sin tiempo, ni espacio, con una ronda universal de pájaros y antiquísimas tortugas, deambulando por la memoria del destino.
Los árboles son de luz y el viento suspira manso en alas de ángeles, o en nubes que alojan, en sus pliegues azules, los sentimientos nobles que se vuelven trinos de ruiseñores y sombras de duendes buenos.
Todo es tan natural como la pureza de la mañana, el milagro rutinario del presente que se vuelve pasado, o la historia plural del corazón narrada en un viejo y romántico pensamiento que fluye de la nostalgia.
Los siglos salen a andar libres, de la mano del sol y de la luna que, por fin, revelaron su romance, y susurran a la intimidad una peregrina visión del espejo que refleja el equilibrio perfecto de un mundo crepuscular y mágico.
Yo la imagino como un mar plácido, con olas ondulantes, o como una canción inmortal, con murmullos que cuentan de silencios y recuerdos, con el relámpago de algún amor perdido o la llovizna lenta que retorna de los años.
Y es indulgente con la edad, como una abuela de esas de antes que cosechaba leyendas y las guardaba en sus enaguas, para narrarlas a los niños de la casa cuando regresaban después de jugar…igual que nosotros ahora.