Sueño con un patio lleno de matas y flores, una vieja mecedora de mimbre, una lora, una tortuga, unos pájaros que hagan el coro y muchas mariposas volando, hasta que venga el último octubre a asomarme al umbral del tiempo.
Ya apronté mi rosario circular, barato y chiquito, de esos de diez bolitas, el que posee la huella de mi oración en sus cuentas, mi gratitud por la bondad de Dios y la historia de mi veneración por la santísima virgen.
Es que me encanta rezarlo en la madrugada -sin ser santurrón-, porque sé que protege mis hijos y mis sueños, y me consuela por no saber perdonar y por seguir pecando y empatando, como me enseñó el padre Atienza.
Hace años dejé la larga lista de peticiones personales, porque la devoción y la fe, en sí mismas, lo previenen todo y aprendí que solo debía rezar meditando para hallar mi paz espiritual en un breve y piadoso recogimiento.
Y más bien pensar en las virtudes teologales y en promover los valores (docencia), las tradiciones y las bendiciones familiares, para tejer con humildad la armonía de nuestra misión y fortalecer la convivencia.
Es que los imperfectos tenemos necesidad del auxilio de la Santísima Virgen y de San José, para aliviarnos un poco la pesada carga de las miserias humanas y renovar, por su intercesión, la alegría de nuestras ilusiones.
Al menos por veinte minutos en este regocijo espiritual, durante el rezo del santo rosario, somos buenos, nos reconfortamos y nos animamos a afrontar la vida, con la corona de rosas de María en el alma.