El homicidio de George Floyd, causado por la brutalidad de la policía de Minneapolis, se convirtió en razón de lucha para recordar otros afroamericanos caídos en hechos similares, rechazar todas las expresiones de racismo, y develar contradicciones sociales y económicas de la nación más poderosa del mundo. La sociedad civil norteamericana reclama justicia con ansiedad y vehemencia.
Para entender la paradoja del racismo, no sobra recordar que somos Sapiens, miembros de la única especie humana que sobrevivió. Otras desaparecieron para siempre de la faz de la tierra. Nuestro origen se encuentra en el sureste de Africa, donde hoy está Mozambique. Una pequeña dosis de respeto por nuestras raíces nos haría inclinar ante las negritudes. Así mismo, saltándonos miles de años, recordemos que una consecuencia funesta del descubrimiento de América fue la esclavitud de color que organizaron los pueblos colonizadores. El holocausto africano es una deuda todavía pendiente de la Europa cristiana. La ironía es tanta, que el primer buque de esclavos que construyó Inglaterra bajo el auspicio de Elizabeth I, se denominó Jesús. La esclavitud se extendió por toda América dejando gérmenes de perversidad.
Los padres fundadores de Estados Unidos, como Washington, Jefferson, Madison y Adams, no enfrentaron el problema de la esclavitud. Su aplazamiento generó la Guerra Civil de 1861. A pesar del triunfo de los estados partidarios de la abolición y la firmeza de Lincoln, el racismo continuó en la vida estadounidense, al punto que el movimiento Civil Rights se impuso con Martin Luther King 100 años después. La discriminación soportada por los afroamericanos es manifiesta en la falta de oportunidades en educación, salud, vivienda y empleo, así como en las estadísticas carcelarias o de drogadicción. No obstante el incremento de conciencia ciudadana, las humillaciones se repiten por sectores minoritarios de la sociedad y el establecimiento.
Hoy hablamos de George Floyd, aunque sin olvidar que a los negros se les prohibía votar a principios de los 60s, y compartir escuelas, buses, restaurantes y hoteles con los blancos. El Ku Klux-Klan, sociedad secreta supremacista blanca que cometió crímenes atroces, era despiadada frente a cualquier relación interracial. De ese oscuro pasado de injusticia, todavía quedan grotescas secuelas. Baste recordar la masacre de 2015 en el templo metodista en Charleston, donde feligreses negros fueron atacados por un blanco de apenas 21 años.
Las protestas actuales han sido en su mayoría pacíficas. En algunos casos, hasta los alcaldes y su cuerpo policivo han salido a respaldarlas, teniendo como foco el rechazo al racismo y lo sucedido en Minneapolis. Pero en ciudades grandes, como generalmente ocurre en explosiones sociales, los vándalos aparecen para dedicarse al saqueo. La policía se ve forzada a reaccionar y los choques son inevitables.
La confusión es inmensa, dadas las contradicciones de las autoridades. Trump no se pronunció para rechazar el asesinato de Floyd, sino que llamó ‘izquierdistas radicales’ a los manifestantes y los amenazó con echarles el ejército, que puso a disposición de los estados. Los gobernadores de Nueva York, Virginia y Delaware, que han apoyado las protestas, rechazaron el ofrecimiento del presidente. El propio ministro de Defensa, Mark Esper, se opuso a Trump recordándole que la función de las tropas es otra. Por su parte, Biden, quien será el contendor demócrata en la campaña presidencial, le dijo a Trump que en lugar de manosear una Biblia que no conoce, se dedicara a leer la Constitución.
Más allá del racismo, que rechazamos en todas sus formas, debemos entender que esta explosión social también se nutre del descontento generalizado después de tres largos meses de confinamiento por el Coronavirus, que ha dejado 36 millones de desempleados, agudizando más todavía las desigualdades provocadas por el capitalismo salvaje en las últimas décadas. En la actualidad estadounidense el 0,3% de la riqueza le corresponde al 40% de la población, al paso que el 84% se queda en las capas altas que sólo representan el 18%. Por si fuera poco, la agresividad del presidente Trump contra demócratas, inmigrantes, musulmanes, negritudes, sindicatos, estudiantes, periodistas, y todo aquel que piense distinto, no sólo confirma su carácter dictatorial sino que ayuda a incendiar los ánimos.