Sentado en una de las almenas de cualquier torre de La Alhambra, mezclaba yo mis nostalgias entre el ensueño, la magia y la fantasía, tan propios de esta ilusión árabe que se sembró, para siempre, en Granada.
Y ora miraba la ternura de las flores, el candoroso cuidado de los pajarillos elaborando pico a pico sus nidos, ora el misterio de la noche bajando sigiloso de la luna hasta el mar, con la devoción sagrada de una congoja morisca.
Un ambiente sereno, apacible, con ese exquisito don de los jardines de alojar la belleza peregrina y esa emoción de las leyendas orientales que me induce a intuir que la melancolía posee la misma intrepidez de la esperanza.
En La Alhambra, la imaginación es similar al viento travieso que levanta el velo de las princesas árabes, y deja ver los ojos hermosos y seductores de las doncellas de un harem, mientras pasean la esbeltez de sus sombras.
Desde el eco de los tiempos sonó una melodía tímida, refulgente de antigüedad, que brotaba de un laúd, para acompañar el canto de Lindaraja, Halima o Zaida, sentadas a la orilla de una fuente primorosa.
Y Boabdil, el rey moro que perdió Granada, se volvía a mirarlas, antes de lanzar su último suspiro y encerrarse en una caverna que sólo se abre en la fiesta de San Juan, cada cien años, para dejarle recordar la grandeza de su imperio.
(Mentiras…yo no he estado en La Alhambra, es solo una de esas fábulas literarias que de vez en cuando se meten en mi alma para salir a pasear y, esta vez, se le ocurrió ir a Andalucía a extasiarse de sueños…)