Es pequeño, coqueto y hermoso. Quienes lo ven, se enamoran de él. Yo mismo lo contemplo y me da gusto verlo. Y lo muestro con orgullo. A veces me sumerjo en cavilaciones y me lo imagino grande, frondoso, y yo echado bajo su sombra, recibiendo el frescor de su ramaje. Me acomodo en alguna de sus raíces que sobresalen y me veo leyendo un buen libro, un buen poema, algún maravilloso cuento.
Lo traje de Cali, el año pasado, donde vive mi hija mayor, quien me lo regaló. Lo tengo en mi escritorio, a la izquierda del computador, en el espacio que durante mucho tiempo ocupó mi vieja maquinita de escribir.
Lo consiento, lo riego, lo acaricio. Y le hablo. Todos los días, lo primero que hago (bueno, lo segundo: lo primero es el café mañanero), es rociarlo con agua fresca, a modo de rocío, y sacarlo un rato al sol por aquello que nos enseñaron en la escuela, que las plantas deben recibir sol para la elaboración de la clorofila. Mi bonsai es verde y tiene ramas, a donde llegan los pájaros con sus gorjeos. Yo me lo imagino lleno de turpiales y azulejos y picoeplatas.
Mi gata, Mirringa (no la gata candonga), se queda a veces también mirando el árbol, y tal vez soñando, como yo, con las aves que revolotean de gajo en gajo. Mirringa es una gata cobarde: les huye a los ratones y a las cucarachas, pero se saborea y mueve la cola cerca de mi bonsai. Por eso digo que tal vez, como yo, sueña que éste es un árbol de verdad y que en él puede cazar alguna presa. Alejo la gata de mi arbolito, no sea que algún día le dé por subirse tronco arriba en busca de algún pajarito dormilón.
Se me ocurre que también Mirringa, como yo, es ilusa, que vive de sueños, y para que no sufra el encontronazo con la realidad, la retiro de mi escritorio. Yo he sufrido esos choques y el corazón me queda lastimado.
Mi bonsai tiene pedigrí. En la Casa del Bonsai (Kilómetro 3, vía La Buitrera, sector El Plan, Finca Villamaría) en Cali, a donde mi hija me llevó para que yo mismo escogiera el arbolito, según mis gustos y ensoñaciones, me dieron los papeles de registro. Es un árbol Jaboticaba, cuya altura puede alcanzar más de cinco metros, de tronco grueso y ramaje espeso, pero que, por obra y gracia de las técnicas japonesas, puede mantenerse pequeñito, a la mano. De hecho, bonsai es una palabra japonesa que significa “árbol en matera”, según dicen los que saben.
Mi bonsai no habla, pero escucha. Sabe escuchar. Y en eso se diferencia de mucha gente orgullosa, que no atiende razones ni consejos. Yo le hablo en susurros y hasta le invento poemas, y el arbolito se estremece de contento. Mi bonsai es poesía, es ternura, es encanto. Siempre está a mi lado, a pesar de los calores, de las sequías y de los vientos fuertes.
Lo cuido, lo mimo, y contemplándolo, recuerdo un hermoso poema de Juan Manuel Ramírez Pérez, que alguna vez sembró un sauce en su casa, “su” sauce, sin río, sin humedales, sin brisas: “Aquí en el patio el agua es tan aurora/ y la canción del viento tan sonora/ que el solitario sauce es un paisaje”. Mi bonsai también es un paisaje. Yo sigo soñando, sigo en mis ilusiones, para decir con Miguel Méndez Camacho: “Tanto creció tu nombre con el árbol,/ que pudiste escaparte/ en la primera cosecha que dio pájaros”.