Nuestro sistema político ha optado, desde las primeras constituciones, por la separación funcional entre las ramas y órganos del poder público. Cada uno tiene sus funciones asignadas, y solamente puede desempeñar las que le corresponden y no otras, sin perjuicio de la colaboración armónica, dirigida a la realización de los fines del Estado, como dice el artículo 113 de la Constitución vigente. Por otra parte, la economía, los costos, los precios, la inflación, la valorización o devaluación del peso frente al dólar o al euro, son asuntos que no obedecen exclusivamente a decisiones o propuestas del gobierno colombiano. Inciden factores provenientes de la coyuntura internacional como los cambios de gobierno, las crisis en la producción, las decisiones y políticas adoptadas por los países en materia económica o financiera, las guerras o los fenómenos climáticos.
En consecuencia, es indispensable entender que no todo depende del presidente de la República, como lo predican tirios y troyanos, los unos para culparlo de todo lo malo que ocurre y los otros para concederle siempre la razón, aunque no la tenga.
Durante las campañas electorales por la presidencia, los programas y propuestas de los candidatos incluyen normalmente modificaciones o ajustes de orden administrativo, legislativo y hasta constitucional, y es natural -así debe ser- que el candidato triunfante, a partir de su posesión, aspire a cumplir lo que propuso y a satisfacer las aspiraciones de sus electores. Así ha ocurrido siempre en Colombia y en el mundo.
También es una verdad histórica que, si bien muchas de tales aspiraciones se alcanzan, hay otras que no se logran durante el período presidencial. No todo se puede cumplir, entre otras razones por la ya referida separación funcional. En aquellas materias que son objeto de ley o de reforma constitucional, el Gobierno -y lo saben los electores- no puede obrar directamente, sino que depende del Congreso. Así que se limita a presentar y a defender sus iniciativas, y la última palabra la tendrá la rama legislativa. Si, como pasa hoy, los partidos afines al presidente no cuentan con las mayorías que garanticen la aprobación de las iniciativas gubernamentales, se ve precisado a la negociación y a la búsqueda de acuerdos. Es lo propio de la democracia.
La Constitución prevé las bancadas de los partidos políticos, en cuyo interior se debe decidir democráticamente qué propuestas oficiales apoyan y cuáles no. Y deberían resolver pensando -más que en beneficios puramente partidistas o personales, o en la llamada “mermelada”- en los fines estatales, en el interés de la colectividad, en el bien común, en la realización de un auténtico Estado Social de Derecho, en la enorme desigualdad existente, en las inaplazables necesidades de nuestra población.
No ha sido así. La polarización política -tan dañina para la democracia- ha llevado a dos extremos, igualmente negativos. La extrema derecha le apuesta, a toda costa -sin que importe el bien del país- al fracaso del presidente, y, por tanto, rechaza todo proyecto. El extremo contrario considera que toda propuesta del Gobierno es excelente y tiene que aprobarse. Y los no extremos deciden una u otra cosa según su beneficio, que no necesariamente es el del país.
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