Los culpables de que todos los años, por esta época, nos veamos en el embrollo de tener que dar regalos, fueron nuestros amigazos Melchor, Gaspar y Baltasar, afiebrados a viajar igual que el presidente Petro. Desde lugares remotos del Oriente -dice la Biblia- llegaron tres monarcas (dizque no eran reyes sino astrólogos, dicen algunos, ni eran tres, sino cuatro o cinco) a rendirle homenaje al niño Dios, que acababa de nacer en un pesebre, pesebre de verdad, sin casitas, ni lagunas, ni trenes eléctricos.
Seguramente eran ricachones porque semejante viaje, atravesando desiertos, ríos y montañas, cabalgando en camellos y con las nalgas maltratadas, sólo lo hacen presidentes, reyes o mafiosos. O libertadores, cuando había libertadores.
Le trajeron regalos al recién nacido. Uno de ellos, el más generoso o el que se sentía la última coca cola del desierto, le trajo un cofre de oro. Mateo, el evangelista, no nos dice cuál de todos fue el de semejante regalo, pero el hombre se botó. Los otros lo miraron con envidia, pues sólo le llevaban al Niño algunas resinas (incienso y mirra), que se usan, el incienso en las ceremonias religiosas (el cura revolotea regando humo con el incensario), y la mirra, para darle sabroso aroma a las cosas y personas.
Los tales magos quedaron bien con el divino Infante, pero nos metieron en la grande. Porque desde entonces quedó la costumbre de regalar algo en navidad. Como ésta sucedió hace dos mil veintitrés años, larguitos, mal contados, y como el Niño Dios en persona no volvió a nacer, ahora se le regala algo al amigo, a la amiga, a los de la casa propia y a los de la casa ajena, al compañero de trabajo y de farras, a la amiga secreta y, a veces, a los niños de la calle. No importa qué se regale, pero hay que dar algo. Aun cuando hay que reconocer que algunos no dan ni el saludo.
Dice la Biblia que por allí cerca del establo había unos pastores con sus ovejas y que los despertó la bulla que hacían los ángeles del cielo cantando villancicos. Cuando escucharon aquello de “Vamos, pastores, vamos”, y “Ana nanita nana, nanita ea”, los pastores agarraron su cayados y arriaron sus ovejas hasta la pesebrera donde ya se había prendido la guachafita con luces, pólvora y canciones.
También los pastores se metieron en el cuento de los regalos. Uno le llevó una ovejita recién nacida, otro un carriel de cuero de oveja, otro abrigó al Niño con su cobija de lana virgen, en fin, todos ganaron indulgencias aquella noche.
De modo que entre reyes y pastores nos dejaron la costumbre de los regalos. Y los dueños de almacenes, de supermercados y de ventas de juguetes, hacen su agosto en diciembre. Y ¡ay! del que no dé algún detalle, por lo menos ese día. Tuve una amiga, que dejó de hablarme varias semanas porque no le di alguna pendejada en nochebuena. “Ni una llamadita”, me dijo, al borde del llanto.
Cuando Las Mercedes era un caserío como Macondo (“una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas”), sin almacenes ni jugueterías, la gente no se daba regalos. Ni en ésta, ni en ninguna época. Los niños de la escuela, vestidos de pastorcitos, iban por las casas cantando villancicos el día de navidad, y las señoras les daban buñuelos, chicha y arequipe. Los pastorcitos llenaban el buche y el Niño sonreía. Poco a poco, la costumbre llegó y fue pegando.(Continuará)
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