Estaba escrito. Las elecciones presidenciales estaban llamadas a convertirse en el punto de quiebre de la política tradicional, de las malas costumbres, del clientelismo, de la mermelada y del aprovechamiento del gobierno para hacer negocios y enriquecer a los amigos. El terremoto lo habían vaticinado todas las firmas encuestadoras: iba a ocurrir: un revolcón.
Para muchos no fue una sorpresa lo ocurrido: una polarización entre la izquierda y la derecha, promovida por el más inteligente político del siglo 21, el expresidente Álvaro Uribe, “el milagroso’’ quien logró el prodigio de acabar con los partidos tradicionales, crear una nueva colectividad que eligió significativo grupo de parlamentarios, puso contra la pared al presidente Juan Manuel Santos y alcanzó el mismo reconocimiento que hace casi 200 años tuvo su inspirador, el presidente Rafael Núñez, el único que ha sido designado presidente vitalicio por ley del Congreso.
Pero la habilidad de Uribe, personaje revestido de teflón porque todo le escurre, va más allá de lo simplemente anecdótico: llevó hasta la antesala del poder a un desconocido ahijado, el primíparo senador Iván Duque, hijo de exgobernador de Antioquia, examigo del presidente Santos y un novato en política, que no había sido ni siquiera concejal. Algo inédito en nuestra historia política.
Como si no fuera suficiente, el segundo lugar en la elección fue para un exguerrillero, exmilitante del desaparecido M-19, cuestionado alcalde de Bogotá y personaje que, gracias a hábil campaña de sus enemigos, produjo más miedo que el devaluado Satanás. Lo increíble es que ocurrió lo que se había vaticinado hacía muchos años: la desaparición de los dos partidos tradicionales, el conservatismo, que fue absorbido por el uribismo, y el liberalismo, que no alcanzó siquiera un millón de votos.
La votación fue buena: llegó a más de 19 millones. No hubo incidentes, hubo paz en todo el país y la gente votó en calma. Se perdieron muchos millones en tarjetones que fueron a dar a la basura y se mostró que hemos alcanzado buena cultura ciudadana, desaparecieron los pecados clientelistas y se registraron sorpresas increíbles como la de que en Bogotá ganó el candidato antioqueño.
El gran derrotado fue el presidente Santos, cuyo mayor pecado fue no saberse rodear de buenos asesores y caer en manos de personajes que solo buscaban explotarlo. Sufrió las consecuencias de la falta de malicia indígena y de amigos desinteresados. Nos espera un futuro peligroso: el país seguirá siendo manipulado por asesores como los que planearon las campañas de Trump y de Uribe. GPT