Las tumbas no son solo lugares de descanso eterno, tal parece que algunos difuntos siguen trabajando en este mundo, dedicados a hacer ‘milagros’. Sus fieles creyentes, con una fe ciega, visitan sus tumbas y les regalan placas, adornos, mensajes y les dejan cuanta chuchería ‘china’, con luces y movimientos, como dádiva por los favores recibidos.
En los campos santos de Cúcuta y su área metropolitana se tejen miles de historias, plagadas de misterio y culto a los difuntos de quienes no importa que sean adultos o niños, personas buenas o malas, hombres o mujeres. Lo verdaderamente importante es que respondan a las súplicas de los vivos, un tema que no es indiferente para la cultura nortesantandereana.
“Doy gracias a Juliana Isabel por el favor recibido”, “Doy gracias a Milagritos por favor recibido T.J.C.B” “Doy gracias a Juliana por favor recibido. Att: Me.Sa” dicen algunos de los mensajes en la infantil tumba de una niña de quien aseguran no para de hacer milagros en el Cementerio Municipal de Villa del Rosario.
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Su lápida es pequeña, pero se muestra como un nido de fe y esperanza. Se trata de Juliana Isabel, una niña de tres años, que con una breve vida dejó una huella imborrable en los corazones de todos los que la conocieron. A pesar de su corta existencia, su memoria se ha transformado en una leyenda viva y es conocida cariñosamente como ‘Milagritos’.
Juliana Isabel era el centro de amor de su familia. Criada con mucho cariño y respeto, su risa llenaba el hogar y sus ojos brillaban con la inocencia de la infancia. Sus tías, quienes compartieron con ella incontables tardes, decoraron su mundo con muñecas, peluches, y sillas de madera pintadas con colores vibrantes. La pequeña encontraba en estos juguetes una fuente inagotable de felicidad, transformando cada rincón de la casa en un escenario de alegría.
Sus tías, Ercilia Burgos y Doris Burgos, aún hablan de Juliana con una mezcla de orgullo y tristeza. Todos sus recuerdos están plasmados en fotografías que adornan las paredes de su casa, muy cercana al cementerio, y cuentan la historia de una niña con un vigoroso espíritu que iluminaba la vida de quienes la rodeaban.
Sin embargo, la alegría de Juliana se desvaneció por cuenta de un fallo cada cierto tiempo en una de las válvulas de su corazón, lo que no permitía que su sangre se oxigenara, obligándola a dormir con un tanque de oxígeno. Esto mismo no le dio tregua y la atacó sin piedad. La noticia de su muerte fue un golpe devastador. Su entierro fue un evento cargado de dolor, donde una gran cantidad de personas se reunieron para despedirla.
Su tumba pronto se transformó en un lugar de devoción. Los meses que siguieron a su entierro vieron a familiares y amigos decorando su lugar de descanso con juguetes y peluches, pequeños regalos a la niña como tanto le gustaban. La colorida tumba, adornada con presentes, comenzó a atraer la atención de todos.
Con el tiempo, la gente de Villa del Rosario empezó a acercarse no solo para honrar la memoria de Juliana, sino también para pedirle favores.
A medida que las ofrendas se acumulaban, también lo hacían las placas de agradecimientos que empezaron a aparecer, de personas conocidas y extrañas, luego de que se corrió el rumor de sus ‘poderes’, aún estando su alma desprendida de este mundo.
Enfermos que encontraron alivio, niños que superaron exámenes difíciles, familias que hallaron paz en momentos de crisis, acuden a Milagritos buscando algo de esperanza.
Ercilia, en un tono que mezcla la melancolía con la admiración, describe a su sobrina como una niña extrovertida y curiosa, cualidades que, según ella, son heredadas junto a las habilidades sanadoras. Ella recuerda la historia de una persona que, antes de una cirugía crítica de sustitución y reparación valvular, sintió la presencia de Juliana al percibir una caricia en su mano.
Esa misma cirugía, que parecía llena de incertidumbre, resultó ser un éxito, gracias a la fe que colocó en la ‘pequeña milagrosa’.
Su tumba, un mosaico de colores y ofrendas, que hacen contraste con su lápida blanca de mármol cuadrado de unos aproximados 50 centímetros, que lleva marcadas la fecha de su nacimiento y muerte, sigue siendo un testimonio del poder de la fe de sus creyentes. En cada vela encendida, en cada juguete dejado, Juliana brilla con una luz que ni siquiera la muerte ha logrado apagar.
Los mensajes del cactus
En un rincón casi olvidado del Cementerio Municipal de Los Patios, un lugar que solo los cercanos conocen, se alza una planta peculiar. Sus hojas, largas y espinosas llevan grabadas peticiones desesperadas y agradecimientos. Se trata de un viejo, pero vigoroso cactus, guardián silencioso de otra tumba venerada.
El destino final de Luciano Benitez, conocido por los sepultureros y los visitantes del camposanto como 'Benito', está ligado a esta humilde tumba. Desde 1981, el año en que partió de este mundo, debido a un accidente automovilístico, su descanso eterno ha sido adornado por ese gran cactus verde y espinoso, con unas 16 hojas marcadas, que se alza a un metro con setenta centímetros, y que actúa como un archivo viviente de súplicas humanas.
Las espinas no solo protegen los sueños tallados en sus hojas sino también la fe milagrosa que las envuelve. A su alrededor, placas de agradecimiento, camándulas, cartas y velas crean un santuario que resplandece en medio del silencio y el reposo de los muertos.
El cactus, está rodeado de tributos que cuentan historias de gratitud y devoción. Aunque la tumba de Benito no señala el día preciso en que su alma se despidió, se ha convertido en el núcleo de una fe que desafía el olvido. Desde niños que apenas empiezan a comprender el misterio de la vida hasta ancianos que buscan un último milagro, todos se acercan a orar y a pedir favores, sin conocer el verdadero relato de quien yace bajo la tierra.
Israel Pabón, el sepulturero más antiguo, percibe con una mezcla de escepticismo y respeto esta peculiar devoción. Aunque no cree que los muertos tengan la capacidad de hacer favores, ha sido testigo durante años de la inquebrantable fe de los visitantes. Cada lunes, después de la misa en la capilla del cementerio, la tumba de Benito recibe un cuidado que desborda cariño: velas encendidas, oraciones murmuradas, limpiezas, y hasta una reja pintada de blanco que refleja la luz y la fe de quienes la mantienen.
“¿Será posible que esta tumba siga recibiendo tanta devoción en los años por venir?” se pregunta Pabón, contemplando el blanco reluciente de la reja. En su mirada se refleja la misma pregunta que se hacen los vivos: ¿qué impulsa a las personas a conservar la memoria de un desconocido?
“Ayúdame para que Luna me quiera, que no me da amor”, “Que me ayude a vender el carro”, “Te pido mi casa, salud, un viaje próspero” son algunas de peticiones en las hojas de la espinosa planta de la familia de las cactáceas.
En el cactus, en las cartas, y en las oraciones murmuradas, Benito continuará siendo el guardián de los deseos, el alma silenciosa que escucha desde el más allá.
El ‘Mico Izasa’
En el Cementerio Central de Cúcuta, rodeada de nichos y mausoleos que murmuran historias de tiempos idos, se encuentra una tumba vacía, pero no olvidada. Una lápida, adornada con escritos en placas que el paso del tiempo ha envejecido y oxidado, pertenece al ‘Mico Isaza’, un nombre que aún resuena entre aquellos que buscan lo sobrenatural.
La vida de Fabian Isaza terminó un 26 de agosto de 1964. Dos cuadras abajo del cementerio, la noche cayó con un silencio tenso. Los agentes de la policía civil, ocultos en las sombras, aguardaban. Isaza, conocido tanto por su carácter intrépido como por sus oscuros tratos, no venía solo. Su compañera, una mujer atrapada en aquel encuentro, fue utilizada como escudo en un intento desesperado por escapar. Los disparos resonaron en la oscuridad y cuando el polvo se asentó, ambos estaban sin vida.
Su cuerpo fue llevado al Cementerio Central, un destino final impuesto por las circunstancias más que por elección. Allí, en una fosa simple entre muchas, el ‘Mico Isaza’ fue sepultado, añadiéndose a los miles de registros que reposan en el campo santo.
La leyenda comenzó no con su vida, sino con su muerte. Apenas habían pasado unos años desde su entierro cuando se empezaron a contar historias de ‘milagros’. Las estudiantes, afligidas por sus notas en matemáticas, dejaban sus libros y cuadernos sobre su tumba. Aquellos que creían, decían, que regresaban a recogerlos días después con la inexplicable sensación de que el peso de sus preocupaciones había sido levantado. Los exámenes que antes parecían insuperables ahora eran pruebas menores, resueltas con una claridad que sólo podía ser obra del ‘Mico’.
Pese a la creciente fama de sus milagros, la paz del ‘Mico Isaza’ no estaba asegurada en Cúcuta. Su familia, que tiene sus raíces en las montañas de Antioquia, reconoció sus restos y decidió llevarlos de vuelta a su tierra natal. Así, la tumba de Isaza que se encuentra en la calle 12, encima de la colina en los matorrales, rodeado de otras tumbas abandonadas, en una choza de láminas de zinc y cercado de rejas de acero, quedó vacía.
Sin embargo, la soledad en la tumba no provocó a los creyentes que abandonaran su fe. La gente continuó visitando el lugar, dejando ofrendas. El mármol reluciente de la lápida, renovado por la fe de sus creyentes, se convirtió en un altar para las súplicas silenciosas. Los rezos se elevaban, no hacia el cielo, sino hacia una presencia que, según los fieles, aún respondía desde más allá del velo de la muerte. A su alrededor, la gente se inclinaba en oración, convencida de que el espíritu de Isaza aún rondaba ese lugar.
“Si usted cree, las cosas se le dan”, murmuraba una anciana mientras dejaba una vela encendida.
No importaba que su cuerpo ya no descansara en el cementerio; la creencia ha tejido un lazo que trasciende lo físico.
Curiosamente el ‘Mico Isaza’, un hombre con una vida que terminó en violencia, encontró en la muerte una forma de redimir a quienes lo necesitan. La tumba vacía se convirtió en un símbolo de fe. Mientras los creyentes continúen visitando su tumba, dejando ofrendas y oraciones, la leyenda de Isaza seguirá viva, un testimonio de que, a veces, la verdadera inmortalidad se encuentra en la memoria y la fe de los vivos.
La Iglesia tiene su opinión
Eli Peñaranda Celis, párroco de la parroquia Nuestra Señora del barrio Torcoroma, no ve extraño el tema de los muertos que hacen ‘milagros’ a los vivos, sean niños o adultos, todo depende de la mirada.
“Los muertos no se van al descanso eterno únicamente, se van a interceder por nosotros para llevarnos a Dios y alcanzar la vida eterna. La mayoría de los muertos que cumplen milagros son niños, porque hay una santidad en ellos, no hay pecado ni nada que los perturbara, fueron bautizados y borrado su pecado original. Los que son como niños, entrarán al reino de los cielos.”, afirma el sacerdote.
Estas historias, más allá de buscar respuestas concretas, destacan cómo la fe y la esperanza pueden convertirse en faros que iluminan incluso los momentos más sombríos de la vida. ¿Será que los muertos realmente responden, o son los vivos quienes, en su búsqueda de consuelo, despiertan fuerzas dormidas?
Tal vez no sea necesario comprender completamente el misterio, sino más bien aceptarlo como una parte integral de la narrativa cultural de la región.
A través de estas creencias y prácticas, se teje un lazo profundo con el pasado y se enriquece el presente, mostrando que en los susurros de los difuntos, la gente encuentra una conexión con su historia y un reflejo de sus más sinceras esperanzas.
Estas historias dan vida a tradiciones que perduran en el tiempo, enseñándonos que en la memoria y en las leyendas, incluso los muertos pueden seguir vivos.
Elaborado por estudiantes de Comunicación Social de la Universidad Francisco de Paula Santander, proyecto Apira 2024.
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Adrián Josué Alvarado Sivira
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Aliana Estefany Maldonado Camacho
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Daniela Bocarejo Rueda
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Stiven Ortega
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