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Una expedición a Tibú
Viajar al Catatumbo era una verdadera aventura en los años cuarenta.
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Sábado, 3 de Julio de 2021

A comienzos de los años cuarenta, viajar al Catatumbo era una verdadera aventura. Algunos que viajaban entonces por esas agrestes selvas, decían que eran exploradores “a lo Stanley”, aludiendo al famoso explorador británico que recorrió las inhóspitas tierras del África Central. Quienes se aventuraban se hallaban expuestos  a una “runfla” de calamidades, como decían,  precipicios salvajes, paludismos  en cada uno de los órganos, leones y tigres del tamaño y fiereza de los de Namibia y Bengala, serpientes letales y monstruosas, largas y gruesas, indios antropófagos y caimanes de colmillos de sesenta centímetros y colas de diez y media varas, era la descripción narrada por el periodista ‘Demócrito’, quien un buen día fue invitado por don Virgilio Barco a una de esas, no tan agradables correrías en compañía de un selecto y numeroso grupo de guías, en el que se incluían cuatro mujeres.

Me voy a saltar el relato de la partida desde la Estación Cúcuta con todas sus particularidades y anécdotas para continuar con el objetivo que se habían impuesto estos curtidos expedicionarios en busca de nuevos yacimientos minerales, ya no de petróleo sino de su pariente, el carbón. Después de un largo recorrido, primero por tren hasta Puerto Villamizar y luego en canoa hasta el Caño del León, comienzo de la trocha por la que iniciarían el arduo trabajo de la búsqueda.

Listos y encomendados al santo del día emprendieron la siguiente etapa hasta ‘Totumito’, una pequeña planicie desde la que se divisa el ‘Alto del Chimborazo’ un cerro que mide mil ochocientos metros sobre el nivel del mar. Tuvieron la intención de escalarlo, pues estaban seguros que allí encontrarían lo que estaban buscando pero las sombras se interponían y tuvieron que regresar a la ranchería de donde habían salido bien temprano, así que maltrechos pero satisfechos se enfundaron en la tolda a roncar como millonarios que esperaban llegar a ser.

Al día siguiente fueron despertados por los gritos de “¡culebras, culebras!” que afortunadamente no resultaron ciertos, pero que minutos más tarde comprendieron que no eran tales reptiles sino “la ronda”, aún más peligrosos, pues eran compactos escuadrones de hormigas gigantes que avanzaban en movimientos envolventes que todo lo avasallan y destruyen. Retomando sus pasos hallaron las inmensas capas carboneras que según sus cálculos ‘diarias explotaciones no bastarían para acabar, en muchísimos años, las vetas que de allí se extendían por doquier”.

Ubicadas las minas, propuso don Virgilio continuar con el grupo para enseñarles otro prodigio de ese Catatumbo profundo. Se llamaba “Agua Caliente”. Al llegar a la orilla de esa vaporosa acequia, el termómetro introducido en sus aguas marcaba los cuarenta grados. Don Virgilio se dirigió a sus compañeros diciéndoles, “…ustedes conocen los chorritos de aguas como ésta en San de Ureña y se maravillaban de su abundancia, pero mañana les mostraré el fenómeno de donde se desprenden éstas, ‘El Infiernillo’. Después de un desayuno blanco, llamado así por su color que creían era leche animal, resultó  producto de una palma de la que se obtiene un jugo lactescente en abundancia, mezclada con la leche de una almendra producida por una planta y cuyo sabor se asemejaba a la leche de cabra, dijo el líder “barriga llena aguanta azotes”; emprendiendo el viaje bordeando la quebrada cuyas aguas se calentaban a medida que avanzaban. A unos dos kilómetros del punto de partida se comenzó a oír el ruido sordo de una catarata de unos treinta metros de altura, la que divisaron más adelante y que daba origen a un humeante estanque llamado, ‘El Pozo de Satanás’. Estaban en la zona de la cordillera que denominaban ‘Bobalí’, hogar de las tribus motilonas, aguerridas e indomables, al pie de la ‘Altura de los Arrepentidos’, significativo nombre que le dieron los lugareños, pues los Motilones hicieron huir a los colonizadores españoles, al inicio de su aventura conquistadora, cuando defendieron su territorio acribillándolos a punta de flecha, haciéndolos desistir de su audaz propósito. De regreso a Petrolea, a cuatro o cinco leguas a lo sumo, se veían las minas de carbón y de asfalto desde el cerro de ‘Los Pabellones’, tierra baldía que se extendía por el ilimitado horizonte.

A la llegada a La Petrolea empezaron a percibir los fuertes olores del petróleo y se les ofrecía a sus ojos el primer pozo  formado por las filtraciones de ese inmenso lago subterráneo que no esperaba sino el taladro poderoso de los empresarios para brotar en mil chorros de líquida riqueza. Recordemos que cuando se empezó la explotación petrolera en el Catatumbo, el petróleo afloraba a la superficie y decían quienes estuvieron por esos tiempos ‘que se oía como ruido de ebullición que no era otro que el escape de las esencias y aceites volátiles a la temperatura ordinaria’. Y la verdad era que aquel petróleo se caracterizaba por ser de tan baja densidad que sin previa destilación, se quemaba sin producir humo en las lámparas comunes de la época y sin olores que indicara impurezas en su contenido y obteniendo una luz viva. Por esos días, don Virgilio venía ensayando la destilación de ese combustible en una especie de máquina modelo diseñado para la obtención de un kerosene que resultó ser de tan buena calidad y 
con una ventaja adicional, que podía competir con el importado, extranjero, por su menor costo. De esta experiencia, se pudo construir una maquinaria de dimensiones industriales para la fabricación del kerosene que posteriormente fue cono como ‘Luz América’, una de las empresas pioneras en la destilación del petróleo en Colombia.

Con el ánimo de extender el conocimiento de la región, don Virgilio invitó a sus acompañantes a recorrer los ríos y cañadas de la región. Visitaron primero Puerto Reyes, un caserío sobre el Sardinata cuya principal actividad era la pesca y una agricultura que se destacaba por la explosión de frutos. Plátanos, yucas y maíz todas las plantas presentaban un increíble crecimiento. De regreso del puerto, se armó una fiesta de despedida con cacería de caimán incluida.

Esta era una de las prácticas con las que se remataba la fiesta cada vez que se despedía a los forasteros. Clavaban una estaca a unas cinco varas río adentro con unas vísceras de marrano atadas y un lazo con nudo corredizo esperando que el animal se acercara y atraparlo sujetándolo para llevarlo hasta la orilla y allí dominarlo. Mientras tanto las señoras del caserío habían preparado la suculenta comida en seis fogones que ardían y se asaban y cocinaban las carnes de los animales que habían cazado y que serían servidos en largas mesas sobre hojas de plátano. Adiós le dijeron a quienes se quedaron y tres días después estaban en Puerto Villamizar a la espera de su medio de regreso a la civilización.
 

Redacción Gerardo Raynaud D.| gerard.raynaud@gmail.com

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