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Optimiza tu rendimiento mental con técnicas de Harvard y MIT
Jeff Karp, director del laboratorio de innovación en Ingeniería Biomédica de Harvard, presenta en su libro ‘LIT’ un método sencillo y radical con el que activar un estado mental de alto rendimiento.
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Jueves, 25 de Julio de 2024

Cómo puedes lograr un mayor rendimiento mental y creatividad en un mundo lleno de distracciones, de fechas límite constantes, de tiempo perdido en las redes sociales y de un bombardeo de noticias que te provoca ansiedad? En LIT, el innovador investigador de Harvard y del MIT, Jeff Karp, ha encontrado una poderosa manera de alcanzar un estado mental más enfocado y eficaz con la ayuda de sus siete herramientas para el encendido vital (Life Ignition Tools).

LlT te quitará el piloto automático y te ayudará a permanecer alerta, presente en el momento y comprometido con tu vida, en un estado agudo de consciencia de ti mismo que te empujará a la curiosidad, conexión y energía necesarias para tener la vida que realmente quieres. Lea aquí un fragmento en exclusiva de LIT, editorial Conecta, y descubra cómo Romper con patrones de pensamiento habituales y decidir activamente en vez de apresurarte a dar respuestas que te mantienen en tu zona de confort.

Fragmento como ciudadanos del siglo XXI, a menudo sentimos que el mundo está cambiando a un ritmo vertiginoso y fuera de control o, al menos, fuera de nuestro control. Sentimos la inminencia de catástrofes y disfunciones. La ansiedad y la depresión son epidemias reconocidas.


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En ocasiones, vemos tan lejos de nuestro alcance la capacidad de dirigir nuestra vida que nos limitamos a rendirnos. Incapaces de centrarnos en cómo queremos que sean las cosas o en resistirnos a las distracciones y exigencias del momento, cedemos y adoptamos una actitud pasiva ante el torrente de noticias terribles, de “tweets” o textos incendiarios, de la publicidad y los influencers y del omnipresente bombardeo de los algoritmos de medios y redes sociales, que sirven a sus propios fines.

Y todo esto lo digo desde la óptica de un optimista que cree que los seres humanos son, en esencia, buenos y se preocupan por el resto de las criaturas (incluido el prójimo) y por la salud del planeta.

Sin embargo, a veces parece imposible actuar con intención y crear la vida que realmente queremos llevar. Aun así, hay dos razones para que sea optimista. Una es que estamos empezando a ser conscientes de nuestro lugar en el momento presente, así como de nuestro potencial para resolver problemas a escala planetaria. La ciencia, ahora en conjunción con la experiencia y los conocimientos de las tradiciones indígenas, sigue generando nuevas certidumbres acerca de las intrincadas interconexiones de la vida en este planeta.

Gracias a la incipiente conciencia de nuestro papel en el ecosistema y de las complejas consecuencias de nuestros actos, a menudo dañinas, nos es posible ver la necesidad de un pensamiento nuevo e innovador. Ya no podemos seguir actuando como si no supiéramos lo que está ocurriendo o lo que nos estamos jugando.


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Ya no podemos seguir aceptando normas culturales que hacen caso omiso de las consecuencias, confunden a nuestra intuición y nos inmovilizan. También somos cada vez más conscientes de que, sean cuales sean nuestras circunstancias, queremos que nuestra vida tenga sentido y propósito. Queremos que nuestras relaciones y nuestro trabajo nos den plenitud. No queremos renunciar a la felicidad.

Y sabemos que si no actuamos nosotros para conseguirlo, nadie más va a hacerlo. Es algo que corre de nuestra cuenta. Lo mejor de todo es que la neurociencia nos dice que el cerebro está a la altura de la tarea.

Es plástico y maleable, siempre dispuesto a asumir los retos adecuados, capaz de desarrollar creatividad, adquirir nuevos conocimientos y crecer, incluso mientras envejecemos. Tenemos todo esto a nuestro alcance y lo podemos controlar.

Es la herencia de nuestra evolución, el compendio que pone a nuestra disposición la naturaleza. Podemos elegir activar las redes neuronales que mantienen despierto el cerebro, y accionar el interruptor que nos aviva los sentidos y estimula nuestros procesos mentales más allá de lo que habíamos creído posible.

¿Por dónde empezar? ¿Cómo filtramos el ruido y la distracción, cómo superamos la inercia y otros obstáculos para diseñar la vida que queremos vivir? ¿Cómo podemos recuperar algo de control y activar nuestras capacidades innatas para centrarnos en lo que más importa mientras seguimos viviendo en medio de la cacofonía de la sociedad moderna? Quizá la gente que mejor nos puede enseñar a hacerlo es justo la que más se ha tenido que esforzar por superar problemas relacionados con la atención y el aprendizaje.

Muchos de ellos han depurado las estrategias necesarias para progresar en un mundo lleno de estimulación, distracción y estrés constantes.


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¿Que por qué lo sé? Porque soy uno de ellos. Mi viaje hacia LI, como profesor de la facultad de Medicina de Harvard y del MIT, tengo la suerte de colaborar con las mentes más innovadoras del mundo de la medicina, la ciencia y la tecnología, y de aprender de ellas. Sin embargo, hubo un tiempo en que nadie esperaba que yo acabase aquí. Nadie lo habría augurado.

Cuando estudiaba primaria, en una escuela rural canadiense, tenía menos capacidad de atención que una mosca de la fruta y me costaba mucho seguir las clases. Leer, escribir, debatir en el aula, atender las indicaciones de los profesores: nada tenía sentido para mí. No se trataba solo de que me distrajera con facilidad y de que mi cerebro no procesara las cosas de manera convencional, sino que mi mente estaba abierta a existir en el mundo, en constante fusión con el entorno.

Para mí resultaba extraño aislar y definir las cosas, identificar ideas y limitar el aprendizaje a lo que parecían ser fragmentos de información. Si los nuevos conocimientos estaban siempre volviendo obsoletas las ideas anteriores, para mí tenía más sentido asumir que todo se encuentra en un estado constante de cambio, no solo el mundo que nos rodea, sino la comprensión que tenemos de él.

Para mi mente, el colegio era más como un museo que como un taller. Me costaba muchísimo estrechar mi foco para hacer encajar la información y retenerla. Además, sufría ansiedad. No podía relajarme y ser yo mismo, asumir sin agobios que era «el chaval peculiar», porque yo me sentía mucho peor: un extraterrestre, una anomalía del ser humano.

Me di cuenta muy pronto de que había muchas cosas que se «suponía» que tenía que hacer, pero ninguna me venía con naturalidad ni me parecía lógica. Y lo que era aún peor: muchas no me parecían correctas, de hecho, las veía totalmente equivocadas. Cuando un profesor me hacía una pregunta, fuese en un examen o en clase, por lo general la encontraba confusa e imposible de contestar.


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La respuesta «correcta» era para mí solo una de entre muchas posibilidades (esto es algo que me sigue ocurriendo a día de hoy e impide que sea de ninguna utilidad a mis críos con sus deberes). De manera que pasé todos mis años de escuela tratando de descifrar e interpretar las expectativas de los demás, y de encajar en ellas.

En preescolar, subía a diario los escalones del antiguo edificio de ladrillo, pasaba por delante del despacho del director, recorría el pasillo y me metía en mi aula, donde había la típica zona cuadrada y enmoquetada para contar cuentos, muchos libros y juguetes interactivos. Como la mayoría de los niños pequeños, tenía curiosidad y estaba lleno de energía.

No podía quedarme quieto. Todo me entusiasmaba. Quería explorar, deambular, ver y tocar. Me resultaba imposible sentarme varias horas y escuchar. «Haz como si tuvieras pegado el culo a la silla», me animó un día el profesor. «Vale, ¡eso sí puedo hacerlo!», pensé.

Así que pasé las manos por la parte inferior del asiento, lo apreté contra el trasero, me puse de pie y anduve como un pato por el aula mientras mis compañeros se reían. El profesor me mandó al despacho del director. Aquel año llegué a conocerlo bastante bien. 


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