Se escuchaba en las laderas el canto contagioso de las recolectoras de café, venidas de diferentes regiones, trashumantes como los hombres, que buscaban coloca en las fincas de Durania, donde ofrecieran mejor paga y abundante comida, aunque la ración diaria fuera la misma todos los días: changua, arepa de maíz pilado y café negro al desayuno, guineo ‘chocheco’ y carne salada al almuerzo, con guarapo fuerte para refrescar el paladar, la que se repetía a las 5:30 de la tarde, hora de comer, siempre en el patio principal de la finca Hato Viento, espacio de encuentro de los jornaleros.
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Ese momento de la puesta del sol era mágico, justo cuando empezaba a anochecer lo aprovechaba uno que otro obrero para ‘echarle el cuento’ a la muchacha que lo atraía y con quien en medio de los cafetales había intercambiado una mirada y quizá alguna sonrisa, conquistas furtivas en plena cosecha.
Los enamorados se replegaban un poco de sus compañeros para una plática más íntima, mientras los viejos fumaban tabaco y tomaban aguardiente ‘cachicamo’, trayendo a la memoria historias de luchas, amores y de espantos, aprendidas de sus mayores durante cosechas legendarias, cuando apenas eran unos niños de tapar con canasto.
José Carrillo, uno de los más veteranos habló para los que se sentaban en taburetes y desgastados petates, en el patio donde se secaba al sol el grano pergamino durante el beneficio del café una vez surtido el despulpado y lavado, proceso con el que se buscaban los mejores sabores y aromas, por eso el patrón pedía recolectar los frutos más maduros.
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Los que lo conocían le prestaron atención a Carrillo, duranense hijo de un recolector paisa, sabiendo de su chispa y ‘antioqueñadas’ al exagerar en sus historias, por lo tanto aguzaron el oído, apurando el trago de aguardiente que un compañero les ofrecía vertido de una damajuana a un pequeño pocillo de peltre descascarado por tanto golpe recibido.
Carrillo sin más preámbulo les contó del domingo cuando fue a la pesa, en la salida de Durania hacia Villa Sucre, “a comprar el pellejo de carne y hueso blanco para la sopa”, donde su amigo Sinforoso, el pesero más respetado del lugar, por la seriedad y honradez que lo caracterizaba: nunca le quitó una onza de carne a nadie y por el contrario dejaba caer la ñapa en la mochila de fique al final de la compra.
Justo a su puesto, que estaba en una esquina donde se alineaban cinco carniceros, llegó una mujer entrada en años, ofreciendo el novillo que acababa de amarrar en el horcón del patio de sacrificio.
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Un robusto cebú blanco de piel lustrosa que venía echando cachaza por el hocico, sometido a un largo trayecto desde La Cuchilla, según dijo la vieja, que lo trajo de cabresto pese a su menuda figura, “que si no es porque lo vieron estos ojos no lo hubiera creído”, acentuó Carrillo ante la cautiva audiencia.
La vieja le ofreció el animal a Sinforoso en un precio tan bajo que el carnicero, quien era el más pudiente de todo el gremio, no podía creerlo.
El animal con un peso de unos 480 kilos, producto de haber estado seguramente en buenos pastos, tenía además un gran porte, por lo que Sinforoso pensó que bien podría servir como padrote para su hato ganadero y a partir de la oferta que le hacía la recién llegada solo pensaba en abundantes ganancias y no vaciló en entregarle la suma acordada.
La menuda mujer recibió el dinero y se apuró a salir del lugar diciendo “hoy será un día pasado por agua”, lo que contrastaba con la radiante mañana en ese pueblo cafetero de Norte de Santander, pero nadie dio importancia a sus palabras.
El curtido pesero no cabía de la dicha y alardeaba con sus colegas del buen negocio, mostrando el magnífico ejemplar que acababa de comprar, mandando incluso una ronda de cervezas para festejar.
Sin embargo las cosas empezaron a cambiar, porque no había pasado media hora de cerrada la compra y la mujer abandonar la pesa, cuando lo que vieron amarrado fue un toro decrépito, con el cuero pegado a los huesos de lo flaco, por lo que la desilusión del nuevo propietario no se hizo esperar pasando de la alegría a la rabia por la timada que acababan de pegarle.
Lo más curioso es que al poco tiempo el animal desapareció como por encanto, quedando en el grueso horcón solo la soga con la que estaba amarrado.
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Enseguida se desató una tormenta sin que nadie hubiera percibido siquiera un amago de mal tiempo, una de las peores registradas, con rayos que se veían caer en la parte alta de la localidad e intensas lluvias que desbordaron quebradas y riachuelos, acabando con la actividad comercial de ese día de mercado campesino, impidiendo que los caficultores pudieran regresar a sus fincas con las provisiones para la semana como era costumbre, porque los caminos se perdieron bajo el agua.
Las abuelas que durante el diluviano acontecimiento elevaron rogativas al Santo Niño de Atocha clamando protección, conocida la historia de la mujer que bajó al pueblo a vender el toro, no dudaron en decir que se trató de la deidad protectora de las lagunas La Barca, El Planado y del cerro Cachirí, que se dice están conectadas en el subsuelo. La explicación de las matronas fue que debido al mal uso de la gente a los recursos naturales se auguraban tiempos de sequía y hambre representados en el novillo gordo que enflaqueció y “esa fue solo una advertencia”.
Una vez Carrillo terminó de hablar, Jesús, el propietario de la finca que había seguido con mucha atención el relato, se apoderó de la palabra y contó que en su natal Salazar de las Palmas, cuando apenas tenía 16 años, fue con varios amigos al pozo de Juana Naranja como era costumbre en tardes calurosas, siendo ese el mejor plan por aquella época de 1928.
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Les gustaba esa parte del río para nadar y divertirse, desobedeciendo a sus padres de no ir porque fue a ese pozo al que se lanzó la india Juana, para sacar del fondo una naranja de oro y nunca más volvió a salir, dando origen a la leyenda que con los años se hizo popular en Norte de Santander.
Unos ocho amigos disfrutábamos del momento, algunos brincando desde una piedra alta al agua, hasta que Leandro Pinto, el mayor de nosotros, señaló una nube negra y dijo que ahí iba cabalgando un ‘mágico’ y que él era capaz de tumbarlo, explicando enseguida que su papá lo había instruido para “hacerles pasar un mal rato a esos demonios, los amos de la lluvia y el relámpago”.
Saliendo del agua Pinto lanzó a los vientos un conjuro y a los pocos minutos la nube negra que estaba muy arriba se nos vino encima convertida en tormenta, descargando rayos que se anticipaban a los feroces truenos y que retumbaban como si se tratara del fin del mundo.
El temporal por fortuna no duró más de cinco minutos y después volvió a salir el sol radiante y fue como si nada de esto hubiera pasado, sin embargo todos quedamos aturdidos sin saber qué hacer ni qué decir.
Pinto que estaba en la cabecera del pozo, a varios metros de nosotros, quedó tendido en el suelo, desmayado porque la descarga eléctrica de un rayo lo alcanzó, permaneciendo en ese estado un buen rato, hasta que nos decidimos a llevarlo en andas hasta la entrada del pueblo cerca a su casa.
Aunque no volvimos a hablar del asunto, nos alejamos de Pinto quien ya no fue el de antes, llegando con el tiempo a ser internado en varias oportunidades al manicomio, porque no se puede ir por ahí desafiando entidades de la naturaleza que suelen ser muy poderosas, sentenció Jesús, al tiempo que indicó que ya era hora de dormir para madrugar porque la cereza de café ya estaba en su punto justo de maduración y había que recogerla.
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