Era la madrugada del jueves 16 de diciembre de 2010, en Gramalote, cuando Ramón de Jesús Botello se alistaba para ir a la misa de la víspera de las novenas. Recuerda que al salir de su casa en el sector Barrios Unidos había demasiado silencio, tanto que era atípico y hasta misterioso. “Era como el presagio de la destrucción”.
Sobre las 4:30 de la mañana, en plena ceremonia, Ramón de Jesús asegura que se escuchó un fuerte estruendo, el cual provenía del cerro Las Cruces; la muchedumbre salió a asomarse pero no vio nada. No fue sino hasta que comenzó a clarear el día, cuando quedó expuesto el principio del fin para un municipio que recién, el 27 de noviembre, había cumplido sus 157 años de vida.
Lea más: La pólvora sigue dejando víctimas en Norte de Santander
“Vimos que se había desprendido más material del cerro y que las calles comenzaban a agrietarse, pero nunca pensamos que fuera tan grave”, relata hoy, 14 años después.
Como él, pocos daban crédito a lo que veían. De hecho, comenta que ese día cerró su casa y salió hacia la finca de sus padres en la vereda San Isidro, en el que parecía un día más, con una eventualidad que no traería mayores consecuencias.
No obstante, muy pronto le tocó volver. Las noticias que escuchaba en la radio sobre la inminente destrucción del casco urbano y el insistente llamado de conocidos, para que bajara a salvar lo que pudiera, hicieron que retornara rápido al pueblo.
“Cuando llegué estaba ya oscureciendo. Mi casa estaba buena todavía pero ya no había agua ni luz, y habían comenzado los saqueos en viviendas vecinas”, relata Botello sobre el ambiente que encontró en el momento de iniciar con su trasteo, sin sospechar que al día siguiente, el 17 de diciembre, se consumaría la desastre.
Sus bienes los guardó en casas de varios familiares en municipios cercanos, mientras que él junto con su esposa e hijo se estableció en la finca de sus padres.
Pero a pesar de estar con sus principales afectos, aseguró que la vida le cambió drásticamente. La añoranza de su pueblo, donde nació y creció, donde tenía su vida y su mundo, es incluso al día de hoy un sentimiento que le remueve todas sus fibras.
“La vida en los pueblos es muy diferente a la vida en la ciudad, uno extraña muchísimo eso”, confiesa Jesús, quien al día de hoy sigue viviendo en la vereda junto a sus padres, pero en una casa propia que pudo construir con algunas ayudas que se dieron en ocasión de aquella catástrofe natural.
A pesar de la magnitud, la destrucción de Gramalote no registró pérdidas humanas, aunque desde lo emotivo muchas vidas quedaron rotas, por la profunda tristeza que provocó el desarraigo.
Origen de la tragedia
Pero ¿qué provocó semejante tragedia? Diferentes artículos publicados sobre este evento, hablan de la combinación de factores como las lluvias, fallas humanas y geológicas.
De Justicia, un centro de estudios jurídicos y sociales dedicado al fortalecimiento del Estado de Derecho y a la promoción de los Derechos Humanos, recogió en un informe sobre Gramalote el diagnóstico de ambientalistas que atribuyeron la destrucción del pueblo al intenso fenómeno de La Niña que se vivió aquel año.
En su relato, Ramón de Jesús Botello corroboró el dato, al recordar que ese año había llovido tanto que los campesinos llegaron a advertir un empozamiento de agua en la montaña. Pero además de las lluvias, la alta deforestación y un sismo con epicentro en Salazar de Las Palmas, actuó como detonante del colapso de la montaña que acabó con el poblado.
Lea más: La yuca del Catatumbo busca nuevos mercados nacionales e internacionales
Carlos Carrillo, director de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres, en su última visita a Norte de Santander, justamente con ocasión de la entrega del nuevo casco urbano de Gramalote, en octubre, dejó la advertencia que lamentablemente lo ocurrido en este municipio, en 2010, sucede y va a seguir sucediendo en el país en la medida que se acentúen los efectos del cambio climático.
Al mostrarse partidario de implementar más labores de mitigación de riesgos, lanzó el llamado a la conciencia de los ciudadanos, no solo para que haya un trato más amigable con la naturaleza y un aprovechamiento razonable de los recursos, sino para que haya más prudencia al momento de establecerse en determinado lugar.
Gramalote, 14 años después
Luego de 14 años y la inversión de 488.000 millones de pesos, Gramalote volvió a levantarse entre las montañas de Norte de Santander, esta vez en forma de un nuevo y moderno urbanismo, que abarca 151 kilómetros cuadrados y con el equipamiento necesario para brindar seguridad y calidad de vida a sus habitantes.
El nuevo Gramalote cuenta 984 viviendas y está dotado con nuevas vías, redes de servicios públicos modernos, y un sistema de drenaje subterráneo, además de transporte, salud, educación, y espacios públicos.
Se calcula que unos 6.000 habitantes se encuentran en el remozado asentamiento, muchos de ellos provenientes del antiguo pueblo, otros nuevos residentes, que han arrendado las casas de propietarios beneficiados quienes, en los más de 10 años fuera de terruño, echaron raíces y se establecieron en nuevos lugares.
‘No hay conexión’
A pesar del imponente paisaje, el nuevo Gramalote no ha logrado capturar el gusto de todos los gramaloteros.
Para muchos, este asentamiento, aunque bonito, moderno y organizado, no se siente familiar, “es como estar en un lugar, pero no pertenecer”, expresa Rogelio Hernández, uno de los beneficiarios con casa propia en el nuevo Gramalote, que prefiere seguir habitando en la zona rural del municipio, donde consigue la conexión y el calor de pueblo con el que creció y vivió por años.
Lea más: ¿Qué le depara a Norte de Santander el 2025 en materia de paz?
En su opinión, pretender sentir al nuevo Gramalote como el de siempre es difícil y prácticamente imposible. “Son más de 150 años de historia que tenía ese pueblo, había un tejido social sólido que debe empezar a construirse otra vez, es un reto para las nuevas generaciones”, dice Hernández, quien cada tanto pasa por el antiguo casco, para pasearse por el recuerdo y la nostalgia, toda vez que de su casa ya no se ven ni las ruinas.
A diferencia de Rogelio Hernández, para Sonia Manrique volver a Gramalote -a la nueva versión de Gramalote- ha sido una bendición. En medio de su ir y venir tras la tragedia, asegura que atravesó por muchos momentos difíciles, pero desde hace siete años ha recuperado su paz y tranquilidad.
“Estoy muy feliz acá otra vez, tengo a mis hijos conmigo, a mis padres cerca, y a mi viejo pueblo, que visito cada vez que puedo, y me quedo admirada de ver la torre de la iglesia que no se ha querido caer, a pesar de las lluvias y los temblores”, expresa Manrique.
Entre tanto el viejo Gramalote sigue siendo el hogar de una veintena de familias que habitan las pocas casas que resistieron el fenómeno destructor de 2010. Muchos volvieron al poco tiempo, asegurando que en otros lugares no encontraron el sustento que allí sí tienen.
Pero además de residencia de unos pocos, el viejo Gramalote se convirtió en atractivo turístico para propios y extraños, que llegan seducidos por la historia del pueblo que se hundió al pie de la montaña.
Gracias por valorar La Opinión Digital. Suscríbete y disfruta de todos los contenidos y beneficios en https://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion