En Tibú, donde la niñez debería ser un tiempo de juegos y aprendizaje, los niños son testigos y víctimas de un conflicto armado que no pidieron.
Mariana*, de apenas 8 años, ya conoce el peso del miedo. La pequeña finca de sus padres quedó en el olvido cuando los hombres armados del Eln amenazaron con acabar con todo. “Váyanse, si quieren vivir”, les dijo uno de los guerrilleros, con arma en mano. Tras la amenaza, la familia tuvo que salir de la vereda, a bordo de una lancha y navegar por una hora hasta el casco urbano de La Gabarra.
Ese día, mientras los fusiles tronaban en la distancia, la desgracia del desplazamiento los inundó hasta el alma y lloraron.
Ahora, en un refugio improvisado en la cabecera de Tibú, Mariana comparte un colchón con sus dos hermanos menores. En su mirada hay un vacío que debería ser ajeno a la infancia. Las noches son largas, el sonido de helicópteros se mezcla con los sollozos de otras madres, mientras el miedo nunca los abandona.
Lea: Catatumbo: la rica región de Norte de Santander a la que el abandono del Estado condenó a la violencia
De las 16.000 personas que permanecen confinadas y desplazados de Tibú se cuentan 3.755 familias, de las que, se cree que al menos hay un aproximado de 3.000 niños víctimas. Una cifra realmente alarmante.
“No tenemos una cifra exacta de niños víctimas de desplazamiento, pero si calculamos un niño por familia, hablaríamos de 3.000 pero la cifra puede ser mayor, pues la mayoría de las familias llegan con más de dos menores”, precisa a La Opinión un colaborador de la Alcaldía de Tibú.
De lugar de estudio a casa refugio
En el Catatumbo, la escuela, para muchos, es un sueño lejano. En Tibú, ante los miles y miles de personas desplazadas por los enfrentamientos entre el Eln y disidentes del 33 frente de las antiguas Farc. Las aulas no pudieron dar inicio al calendario escolar. El colegio Francisco José de Caldas se quedó sin las carcajadas de los alumnos; los pupitres acumulados y los libros permanecen cerrados, porque sus instalaciones fueron adecuadas para recibir a los que huyeron de las balas. En lugar de aprender a leer, los niños se pasean entre las colchonetas asignadas dentro de la ayuda humanitaria que gestionó la Gobernación de Norte de Santander y otras entidades; los más pequeños gatean entre sus teteros, otros juegan en las baldosas de la cancha deportiva.