Las calles se convirtieron en el escenario cotidiano donde mueren motociclistas, generalmente jóvenes, y peatones, muchos ya mayores, víctimas de esos jóvenes. El año pasado, fueron 618 muertes, de ellas, 371 de motociclistas, un record mundial.
Hoy las motos ocasionan la mitad de los accidentes con peatones. Por ello, no es exagerado afirmar que “son motociclistas que se matan y matan a otra gente”. En unas calles, con más del 40% de sus andenes destruidos o semidestruidos e invadidos por bicicletas y hasta por motos, caminar es, cada vez más, una empresa riesgosa pues el peatón permanentemente enfrenta dos peligros, el raponazo y el atropello por una moto que, por lo demás, suele ser más mortífero, que el de un carro.
Hasta ahora no se le ha prestado atención a una situación que, sin exagerar, es alarmante, tal vez porque es una tragedia dispersa, de casos individuales, que no hacen montonera, sumidos en la cotidianidad de la vida urbana. Pero esto no puede continuar porque finalmente es una amenaza tanto a la vida individual, como a la seguridad de la comunidad.
Ya puntean en las estadísticas de muertes violentas en un país tan violento como el nuestro. Como tantas otras situaciones, es consecuencia de una serie de circunstancias que a lo largo de años se han descuidado y se han desarrollado “a su aire”, de manera espontánea; aisladas pueden no ser significativas, pero juntas se vuelven una verdadera olla de presión.
Cambios ligados a una urbanización, sin planeación, al menos de sus objetivos y propósitos; que es vigorosa pero caótica, donde sigue primando un “sálvese quien pueda” que nos viene del mundo rural, simplemente que en el urbano se da de una manera más intensa, con más población concentrada en menores espacios y donde las posibilidades y las expectativas se ven catapultadas.
Es un proceso que desborda a nuestra rutina de vida, a un estado superado por los cambios y el volumen de las necesidades, para lo cual una explicación/disculpa es el famoso “no hay plata”, cuando verdaderamente es una realidad sin normas que se apliquen, pues en el papel las hay para todos los gustos. Pero, sin desempacar, sin estrenar ni aplicar.
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