-No le diga la Pachito -me dijo alguna vez una alumna de la Universidad Francisco de Paula Santander.- Respete.
Mi amiga estaba airada. Yo quedé con la boca abierta, pues desde que nació la universidad en Cúcuta, esa era la manera como la llamábamos, con cariño, con devoción, con ternura.
-¿Y esa joda? -me atreví a decirle.
- Los diminutivos son para las cosas chiquitas, sin importancia, lo menudo, y nuestra Alma Máter es grande, de profunda significación para esta tierra, para la educación y para el progreso.
Yo no lo puse en duda y no le seguí discutiendo, pero ella insistía sobre el tema: “Já, chiquito es un gatito, un ratoncito, una migaja”. Yo trataba de cambiarle la conversa: “Está bien, está bien, no es para tanto”. “Já, dizque Pachito, o sea un Pacho chiquito”. Le dije que no era mi intención subvalorar nuestra universidad. Y le recalcaba lo de “nuestra”, porque a pesar de que no era ni exalumno ni docente, esta universidad es un orgullo para todos los nortesantandereanos.
No me entendió, y el pastel de garbanzo que comíamos ese día, ya no me supo a la delicia de siempre. Pero aprendí la lección. Pensé en los amigos a quienes uno llama con cariño por su diminutivo: Hay Juanes a los que yo les dijo Juanito o Juancito. Pedros, que son Pedritos. Patricias a quienes llamo Patico. Y todo por afecto. Cuando a mí alguien me llama Gus, yo no me le pongo bravo. A otros nombres no les cabe el diminutivo por ninguna parte: Eustorgio, Gastón, por ejemplo.
Poco a poco fue desapareciendo la costumbre de decirle Pachito a la U. cucuteña. Y hoy todos la llamamos seriamente por su nombre: Universidad Francisco de Paula Santander. Y con mucho orgullo.
Pues bien. La ventaja de uno tener amigos de peso en varias partes, es que resulta invitado a las celebraciones. Es lo que me ha pasado en estos días, en que la Francisco está de cumpleaños. Torta de egresados, meriendas de estudiantes, asados de profes, han estado en mi agenda. Buenos y grandes amigos (y amigas) tengo, que forman parte de la que hoy es nuestro máximo centro educativo. Y a costillas de los sesenta y un años de la Pachito, perdón, de la Francisco, me he tomado mis buenos guarapazos.
La historia es fascinante. Había en las afueras de Cúcuta una hacienda da cacao, de ganado y de árboles frutales. Se llamaba el Piñal. Tenía una casona hermosa. El gobierno departamental compró la finca para la universidad Francisco de Paula Santander. En la casona funcionó la parte administrativa y alrededor comenzaron a construir los edificios que hoy albergan a miles de estudiantes que se benefician de ella.
Con la adquisición de dichos terrenos propios, la universidad de Cúcuta (ese fue su nombre inicial), pudo allí refugiarse y terminar así el viacrucis que tuvo que hacer, deambulando de casa en casa, buscando un techo, un corredor, un salón donde dictar las primeras clases. Alguna vez la Cúcuta ocupó un local grande que había sido una fábrica de cerveza, y los estudiantes, a falta de pupitres, debían sentarse sobre cajas de cerveza que la embotelladora había dejado abandonadas. Olorosos a cerveza y untados de tiza, los docentes de entonces dieron las primeras y grandes lecciones a las primeras camadas de estudiantes, que hoy son orgullo y honor de nuestra región.
Es bonita la historia de la Francisco de Paula. Y es meritorio el historial que grandes cucuteños han hecho de este centro de estudios, una universidad de renombre nacional. ¡Que los cumpla feliz!