Un jardín es inmune al olvido e invita a dibujar la fantasía, a intuir el arte interior que abre su paleta de colores a los pétalos de una flor, para dosificarlos en un delicioso polen y enamorar a algún pájaro azul.
Todos los sueños del mundo se reúnen en la epopeya de una corola, una abeja, o un colibrí, con la complicidad del viento, engendrando los instantes puros del tiempo y el espacio en una elocuente sinfonía de silencio.
Y se escucha el rumor alegre de una mariposa que nos hace presentir cómo se muda el aroma de la luz, de la mañana a la tarde, esperando la señal de cambio de guardia de la belleza en el trino de un ruiseñor.
Se siente el rastro solemne de la quietud, con esa magistral sabiduría que lo detiene todo y enseña al alma lecciones maravillosas: intuir, esperar, recordar, olvidar, admirar, amar… o imaginar.
No existen caminos, sino sombras bonitas del corazón y, aunque parece que todo duerme, sólo vela las emociones para invocar los secretos de la lluvia que bajan por los árboles y se riegan, silvestres, en la nostalgia.
Sólo a la música se le concede permanecer siempre allí, tejiendo retazos de añoranzas, fluyendo en el olor a infancia de la luna y sembrando en el recuerdo historias que nos hacen más humanos.
Son semillas espirituales que renuevan la distancia de los adioses para despuntar nuevamente, crecer, y cuando -otra vez- marchiten, guardarse en un viejo libro, como se hace con las flores amadas que deben ser eternas…
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