Una leyenda relata que el destino está regido por Las Parcas: Cloto, sostiene la madeja del tiempo, Laquesis trenza sus hilos de colores y, la cruel, Átropos, cuando se aburre, alarga su tijera y corta el de la vida.
Pueden ir, simultáneamente, del mundo visible al inteligible, porque tienen espejos universales para ver ausencias y recuerdos, buscar las sombras de lo que fuimos y guardar nuestros secretos en el viejo baúl del alma.
Hacen calle de honor al viento que corre por los árboles, conversan entre ellas y nos van asignando espacios, comienzos y finales, y definen la distancia a esa estrella única -e íntima- a la cual volveremos un día.
Y atisban los sueños, los triunfos, los fracasos, lo que nos distingue para bien, o para mal, y, así, deciden nuestra longevidad, con su ancestral costumbre de no decir nada, sino obrar con la autoridad elemental de la omnipotencia.
Están en vigilia eterna y, a pesar de Átropos, las otras nos enseñan las causas espirituales de todo, escritas y selladas en un pergamino que anuncia a los peregrinos si caminan -o no- un poco más por su imperio.
A veces fingen tener sueño para distraernos o se divierten con los colores que va enhebrando Cloto, con la paciencia de Laquesis al bordar y, sobre todo, con la sorpresa que va a dar Átropos, desde su tristeza.
Es el espectáculo del destino al descorrer un velo de soles y de lunas para mirar el horizonte azul, con esa reverencia que lo inspira a imaginarse, a sí mismo, como un sembrador de hazañas en el corazón de los humanos.
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