El tiempo guarda sus secretos en la cara oculta de la luna y nos inspira a contemplarlos a través de un cristal de libertad, como peregrinos con sueños en el morral y un bastón de ilusiones en el alma.
Su esencia es ser sustantivo circular de lo que ahora es, antes fue y luego será, como en una ronda de la oscuridad a la luz, de la vida a la muerte, o del porvenir asomándose a los colores de un crepúsculo.
Y va dejando huellas de la eternidad en el camino, para comprender los misterios de la naturaleza, de cómo una semilla será flor, una crisálida mariposa, algún año se volverá bisiesto intruso, o un amor retornará al olvido.
Se distrae armando rompecabezas con nuestra fragilidad, haciéndonos dar maromas por temporadas, o repicando campanas de cosas elementales que esperan turno para ser una historia tejida con nostalgias.
O fugándose, o escondiéndose -por eso nos cambia de edad-, para llevar y traer el infinito a nuestra consciencia, cultivar el pensamiento con gotas sabias y, así, ejercer su viejo y predilecto oficio de conmovernos.
Él es el soñador y nosotros los soñados, por eso se conduele de nuestra escasez y nos propone una dualidad humana nutrida de belleza espiritual, para compensar nuestro vacío e idear una salida al laberinto.
El tiempo es una sugerencia de instantes sublimes para avanzar, como misioneros del recuerdo, hasta intuir el horizonte y escaparnos allá, al final del arco iris, mientras el azar duerme en su propia leyenda.