Copiándose de Bernard Shaw, Felipe Ossa abandonó los estudios de bachillerato porque interferían con su educación. Se matriculó en el autodidactismo lo que finalmente fue la cuota inicial de su presencia de sesenta años en la Librería Nacional de la cual se pensionó. Desde niño ha vivido en “compañía de pocos pero doctos libros juntos”, dice citando a Quevedo. Se educó con los poetas del siglo de oro y con los isabelinos.

“Un libro en cualquier época o circunstancia es una fuente de placer, un goce para el espíritu que nos permite alejarnos de cualquier molesta realidad. Los libros son el rumor de mil voces que te buscan para encantarte”, comentó para esta nota en plena epidemia del coronavirus.

A los cinco años, Ossa Domínguez - de los Ossa de Valle del Cauca y de los Domínguez del Valle de Ubaté, Cundinamarca - se inició en los secretos de la lectura engulléndose toda clase historietas o tiras cómicas, dibujos animados o simplemente cómics. Esas lecturas le abrieron el apetito.

A los nueve años una enfermedad le decretó una prolongada cuarentena. Aprovechó el forzoso sabático para leer toda de libros infantiles. Su padre le regaló La Isla del tesoro, de Stevenson, uno de los novelistas preferidos de Borges, autor cercano a sus entretelas. Desde entonces no ha parado de leer para él y para los demás. (El terrible Cabrera Infante llamaba a Borges el Homero de los pobres).

El jubiloso jubilado vive en estado de cuarentena perpetua porque desde a.c. , antes del coronavirus, se acostumbró a leer 200 libros al año, en promedio. Lee varios al tiempo.

En esos días que mangoneaba su nada graciosa majestad el covid-19 estaba leyendo “Gente de la edad media”, de Roberto Fossier, “Panorama de la cultura occidental” de Van der Meer, relee a Truman Capote y despacha el último libro del historiador Jared Diamond, “Crisis”. Suele reincidir en los Ensayos de Montaigne.

“Los libros seguirán siendo los mismos después de esta pandemia. Los libros han resistido por más de 500 años pestes, persecuciones, quemas, censuras, censura y el odio y el temor de los tiranos”, respondió a través del arcaico correo electrónico.
Le pregunto a qué novelas lo remiten lo que nos está pasando. “A las novelas de ciencia ficción, a los relatos de terror, literatura que consumí en cantidades en mi adolescencia”.

“Los libreros son el vínculo que une al autor con el lector que es el fin de todo libro”. Sostiene.
Ossa arrancó su vida laboral desde abajo, reventando infantería, en la bodega, moviendo cajas. Su jefe, Jesús Ordóñez, quien fundó la Librería en Barranquilla que luego se regó por todo el país, incluida Cali, descubrió que el dieciochoañero bodeguero no solo movía cajas sino que tenía su tumbao cultural, y lo promovió a vendedor.

El muchacho se fue cogiendo confianza y de la librería en Cali dio el gran salto a la plaza bogotana donde se convirtió en el mandamás. La parábola del retorno a su ciudad natal, Bogotá, se produjo ya entrado en almanaques.

Como no vino a calentar la banca, a los 18 años se financiaba la rumba brava y sabía cómo levantar para los garbanzos. A los 36 años ya era abuelo. Se casó por primera vez (sumó tres casorios), tuvo cuatro hijos, Andrés, Viviana, Valentina y Sandra, tres nietos y un bisnieto que juega fútbol en el Chacarita Júniors, de Buenos Aires.

Con el permiso de otro autor sus afectos, Cortázar, digamos que la de este “budista zen” ha sido una casa tomada por los libros. De ahí que no sea de extrañar el epitafio que le gustaría lucir en la solapa de su sepultura: “Edición cumplida”.

Gracias por valorar La Opinión Digital. Suscríbete y disfruta de todos los contenidos y beneficios en https://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion