El corazón sabe conversar con las estrellas, advertir señales milagrosas, pensar, soñar e imaginar, mientras susurra secretos para hallar, en nuestra intimidad, refugios que nos alivien de la incertidumbre.
Y tiene la potestad de deslizarse en el tiempo e ir delante de nosotros, auscultar el camino, devolverse hasta la cuna del recuerdo, abordar el mundo y enseñarnos a intuir el destino, con semillas de sabiduría.
Es vidente de la esperanza y, en las alas de una mariposa amarilla, recorre los días, con su batuta de colores, para dirigirnos a la salida de cada laberinto o, él mismo, reposar su latencia en algún oasis sereno.
Y nos enseña con acertijos, con enigmas opuestos, como la luz en el momento de mayor oscuridad, antes de la belleza de la aurora, o la música en el instante esplendoroso de un hondo silencio.
Posee la virtud de anticiparse a la eternidad, como el desierto, la montaña, el mar, o cualquiera de las ofrendas de la naturaleza, que se alargan hacia el horizonte con una mirada de gratitud al cielo.
Una dulce certeza nos va vertiendo a veces, fuego en las venas otras, o una languidez fascinante en las demás, para advertirnos cuándo el viento va a cambiar o dónde hay un remanso para las emociones.
Y se siembra en el alma y comienza a multiplicarse en corazonadas, que sólo terminarán cuando una noche blanca nos acoja -con benevolencia-, en el sosiego inmortal, hilando nostalgias…
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