El tiempo me enseñó a presentir la belleza como una fábula natural, ancestral e imaginaria, como una sombra fiel que da vueltas en círculo, soñando, semejando la lentitud de la baba de un caracol o el canto lejano de un cisne.
A recoger el mundo en mi alma, con esa intuición romántica de los ruiseñores, las nostalgias tupidas por los pájaros carpinteros o el juicioso desfilar de las hormigas que llevan y traen ilusiones, siempre por el mismo camino.
A imaginar la primera mañana en mi casa íntima (de nombre azul), para entrar por su única puerta, cerrarla y absorber los saberes que entran por las ventanas, cuando los antiguos búhos de gafas festejan la sabiduría.
A desandar los pasos y preguntar al destino qué era lo inverso de lo que yo había hecho y así, reconstruir mi historia con la batuta fresca y sabia de una araña, tejiendo mi propia verdad en el espejo del corazón.
A repasar asuntos secretos que había abandonado, impugnar mis errores y sentirme libre para conversar con ellos en el jardín, mientras los colibríes enamoran a las orquídeas y una vieja rana croa de puro contento.
A aceptar que la felicidad me ocurre cuando reposo en el andar y, sereno, espero que una mariposa se pose en mis anhelos y un silencio largo decore el arco de victoria que me subyuga y nutre de añoranza espiritual.
A demostrarme que sólo soy un destello fugaz, que debo voltear el espejo y descifrar el anverso, para trepar, como las ardillas, hacia la alegría cristalina del arte y hallar allí la justificación de mi existencia.