El miércoles pasado, la ciudad cumplió 287 años de fundada. En medio de una pandemia cuyo desenlace aún se desconoce, poco espacio hubo para celebrar. Algunos, con entusiasmo, recopilaron las mejores canciones en honor a la ciudad y las propagaron por las redes sociales en alegre secuencia fotográfica.
Cualquiera sea la perspectiva, para entender el presente y construir el futuro, es menester repensar nuestro propósito colectivo. Ojalá dentro de 3 años, o dentro de 13, cuando alcancemos los 3 siglos, festejemos con orgullo. Por ahora, parodiando a John Kennedy, no preguntemos qué puede hacer Cúcuta por nosotros, sino más bien qué podemos hacer nosotros por Ella.
La historia de cualquier pueblo es fundamental para la proyección de sus hijos. Nos corresponde conocer bien la de San José de Cúcuta, desde su adolescencia comercial, pasando por la gesta de Independencia y las guerras civiles posteriores, el devastador terremoto de 1.875, y la generación que la reconstruyó, hasta los años de la positiva afluencia venezolana y las primeras décadas del siglo XXI.
La Fundación de Cúcuta tiene tanto de mito como de realidad. A diferencia de otras ciudades del interior, cuyos cimientos se establecieron durante la Conquista en lugares propios para la estrategia militar y en climas generalmente suaves o fríos, tal como aconteció con Tunja, Pamplona, Salazar de las Palmas, Ocaña, La Grita y San Cristóbal, la erección de San José de Guasimal, más tarde llamada San José de Cúcuta, ocurrió dos siglos después, como resultado de un lento asentamiento que se acompañó de estrategias militares, políticas y religiosas que los colonizadores adoptaron para proteger sus intereses económicos.
La tradición acepta el 17 de junio de 1.733 como fecha de su fundación. Ese día, doña Juana Rangel de Cuéllar, suscribió desde su hacienda Tonchalá y ante el alcalde de Pamplona, don José Antonio Villamizar, la escritura pública de donación de media estancia de ganado mayor a fin de que se erigiese una parroquia, quedando satisfechos los pocos vecinos blancos de la aldea de Cúcuta, ubicada al lado oriental del entonces caudaloso Pamplonita, y los escasos pobladores de las haciendas de Pescadero, El Resumen, San Isidro, y algunas otras que se extendían hasta el río Zulia. Esta protocolización, más que aliviar las molestias causadas por las crecientes del río, que les impedía cruzarlo para recibir asistencia sacramental y hacerse a víveres los domingos, servía para organizar mejor la lucha contra los indígenas que, no por haber recibido el Evangelio, estaban dispuestos a permitir la usurpación de sus dominios. Los enfrentamientos entre colonos e indígenas seguían siendo frecuentes a mediados del siglo XVIII.
En la actualidad poco se habla de la barbarie generada durante la Conquista y la Colonia. Mucho antes de la fundación de San José de Cúcuta, se dieron aquellos episodios que recuerdan al cacique Cínera y su hija Zulia, así como también a Guaymaral, hijo adoptivo del cacique Cúcuta, todos ejemplos de heroísmo. La fundación de Salazar de las Palmas, motivada por las minas de oro, en la que participó Alonso Esteban Rangel, bisabuelo de doña Juana, desencadenó una ola de terror contra los indígenas en 1.547. En la defensa de esas tierras falleció Cínera con más de 2 mil hombres. La princesa Zulia organizó la resistencia para vengar la sangre de su padre, a quien encontró colgado de un caracolí. Y efectivamente, bajo su mando se derrotó a Diego de Montes y se destruyó el asentamiento inicial en Salazar. Luego vendrían su romance y matrimonio con Guaymaral, y también su épica muerte.
De manera que lejos de la paz que la tradición invoca alrededor de la fundación de San José de Cúcuta, debemos recordar también la otra faceta de nuestras raíces, representada en esos pueblos indígenas que padecieron la injusticia de ese colonizador que se apoyaba al mismo tiempo en el Evangelio y en la espada. Este corte abrupto y radical que se produjo, colocaría otros hombres sobre la misma tierra para cambiar su rumbo e insertarla definitivamente en la economía de la Colonia. Eran el reflejo de otra sangre y el eco de otras voces; eran brazos fuertes, de gente emprendedora y ávida de aventura. La aldea, llamada por ese nuevo horizonte, comenzó su primavera comercial. En justo reconocimiento a sus laboriosos hijos, poco antes de terminar el siglo, el Rey Carlos IV le confirió el título de ‘Muy Noble, Valerosa y Leal Villa de San José de Cúcuta’.