Me encanta imaginar que en el otro extremo de la tierra, opuesto a donde estoy yo, hay alguien con sueños similares a los míos y, si triangulo y aprendo a jugar con los mapas, siento la huella del tiempo paseando por ahí...
Es la lejanía, un romance crepuscular inscrito en cada rincón del mundo, enamorándose -sin prisa- de las nubes, de los pájaros, del viento que nace a la orilla de un amanecer y crece como una campana en el corazón.
En el mar, es un aroma de libertad que no me ha sido posible explicar, como me sucede en las Islas de La Polinesia, que se alternan para ilustrar a los marineros con cantos de aves, sobre el ir y venir de las corrientes.
En el desierto, son las antiguas caravanas rumbo a la serenidad de las tardes que, al levantar el telón vespertino, colorean de púrpura los giros de la luna y miman las estrellas que ascienden, majestuosamente, para engendrar la nueva mañana.
En la montaña, son las cumbres que conversan entre sí, por ejemplo de la noticia de la caída de Troya, que se anunció encendiendo un fuego que recorría las cimas, hasta llegar a Clitemnestra, como señal del triunfo de Agamenón.
Y en la intimidad, la lejanía es una rodaja de lo sagrado, la sonrisa de la cercanía, una médula imaginaria que se trenza de flores, un jardín donde cae la belleza como un hilo del universo que se asoma en sus corolas.
Los buenos pobres gozamos haciendo diminutas las distancias y los caminos para que quepan en el alma, donde se fusionan las emociones en un horizonte sentimental de luz. (Uno puede esconderse en ella…y soñar).