Mis libros han sido el eco de una ruta providencial que me orienta con señales de mar y de estrellas, para mirar con ojos de pájaro una montaña o andar en tiempo presente con el cayado del porvenir, para intuir el alba dentro de mí.
Y el corazón se me duerme escuchando voces que brotan de sus páginas, de los recuerdos que debo repasar, para anudarlos con la misma emoción de libertad que, en su momento, se acuñó en mis ilusiones con la voz del viento.
Las horas maravillosas de lectura proclaman la transferencia de intimidad entre ellos y yo, con la savia de una gota lenta, sabia, elocuente y serena, llenando -con azul de cielo- los vacíos de mi ignorancia.
En mi biblioteca asoman duendes, hadas y princesas, y nutren cada fisura de mi imaginación con la luna niña que ha arropado mis sueños, con una sombra similar al aroma del café, para dispersarlos por las edades del tiempo.
De ellos aprendí que la soledad es un camino que espera detrás de las mariposas y que, cuando se hacen cómplices de la música, tejen con hilos de colores la paz del pensamiento que baja de la eternidad.
Cuando los admiro, alineados, acariciados, leídos, semejan una danza de horizontes tupidos en una red de estudio, con el orden reverencial de las ideas descendiendo del infinito con una flor para mi alma.
La ceremonia romántica de la madrugada espera mi nostalgia, con el silencio musical de las palabras y esa fantasía apasionante de la literatura, sólo semejante a la del amor, cuando es ideal y no se ha hecho realidad.