El derecho a la protesta ha sido una de las conquistas más importantes en los Estados modernos, que se ha ido consolidando a medida que la democracia se ha afianzado. Muchos siglos tuvieron que pasar para que los regímenes imperantes en los sistemas de gobierno, entendieran que la voz del pueblo es importante oírla y que muchas veces ayuda a modificar conceptos erráticos o a corregir injusticias persistentes; también a ilustrar sobre alternativas que no ha sido posible tener en cuenta cuando se trata de orientar o dirigir el Estado.
Lamentablemente en nuestro medio, los niveles de educación no han dado la altura para entender la esencia de esa figura, elevada en nuestro medio a Derecho Constitucional, y consagrada en al artículo 37 que dice “Toda parte del pueblo puede reunirse y manifestarse pública y pacíficamente”. Obsérvese los dos elementos de la parte final.
Lo que con bastante frecuencia observamos es que detrás de las manifestaciones de protesta, muchas veces se esconden fuerzas extrañas, totalmente ajenas a la vida estudiantil, y en medio de las manifestaciones, que en principio parecen ser espontáneas, aparecen elementos altamente perturbadores, como la presencia de encapuchados, la explosión de artefactos explosivos y de elementos contundentes, que terminan haciendo grave daño a las instalaciones de las universidades y a todo su entorno, que incluye destrucción de estaciones de transporte público, quema de buses y hasta heridos graves, como en el caso reciente en donde quedaron con heridas profundas dos policías.
Este panorama es cada vez más frecuente, y quienes hemos sido profesores en universidades públicas, observamos con dolor que estas cosas se presenten y que se pretenda involucrar dentro del mundo netamente académico estos elementos altamente perturbadores, que llegan a la criminalidad, y que contradicen totalmente el sentido de lo que es la educación y la academia, en donde los centros de formación, terminan tan dolorosamente atropellados.
La situación está llegando a tales extremos, que visitar una universidad, después de un episodio de disturbios, es como encontrarse frente a un campo de batalla, con un panorama desolador y de ruina, que queda a la vista de todos los jóvenes que acuden con la pretensión de recibir formación para la vida y la ciencia.
Esto indica que es necesario hacer algo urgente; los directivos de las universidades tienen que abrir un espacio de diálogo con el gobierno y las fuerzas del orden, para saber qué es lo que hay que hacer en estos casos. Con el supuesto de que a los centros de educación no puede entrar la policía, no se puede expedir una patente para que la criminalidad se apodere de ellos.