A quienes no conocemos las estaciones nos es más fácil presentirlas como un prodigio del tiempo, con sus campanas tañendo para velar nuestras armas, al estilo de los viejos caballeros andantes.
Nos enseñan que todo pasa -y es necesario que pase- con una melancolía latente que no es una casualidad natural, sino una magia sentimental que nos propone sueños y nociones espirituales.
La primavera es una esperanza con días alegres, con el florecimiento de un generoso verde que invita a la siembra, al nacimiento de crías, a renovar los ciclos originales, en un ambiente propicio para el don de la fertilidad.
El verano es un giro de solsticios que van jugando a las temperaturas calurosas, haciendo los días más largos, en una parábola misteriosa que acerca la tierra al sol para profanar sus secretos o, la aleja, según el eje axial de la luz.
En el otoño asoman las lluvias, las noches empiezan a prolongarse, las hojas de los árboles caen, los equinoccios inician la fascinante migración de las aves y un romántico ascenso del frío anuncia el recogimiento del mundo.
El invierno es un duende que se reclina en la nieve y, con el susurro del viento, nos invita a los refugios, con el eco de aquello aprendido en el pasado, como reservas que se levantan en un faro para recordarnos el porvenir.
Y en este escenario una princesa nos enamora y, con la media luna en su sonrisa, se hace niña en la primavera, se vuelve llena, con la coquetería de una ninfa en el verano y envejece, cansada de tanto iluminar, en el otoño…
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