La esencia del amor es hermosa, porque es una donación recíproca de sentimientos, un ser con alguien, un intercambio de pronombres sellado en un usted y un yo, dibujando una profecía.
El amor es un sueño ausente, la belleza de un amanecer que se desliza fugaz cuando toca los labios del día, la aventura del infinito que finaliza cuando se vuelve real y sólo deja momentos bellos.
Debe haber un sitio especial en el tiempo para aquellos amores peregrinos, ¿dónde estarán? De seguro, cada uno de ellos posee, como signo, una astilla de fuego lento que se apagó dejando rescoldos de vida.
Es que el amor es de rincones, de esquinas y de huellas, en fin, de esos pedacitos de nostalgia que superaron el olvido y nutren la espiritualidad, con ese parentesco bonito que tiene con la melancolía.
Por eso está ahí, vigente, en la magia de la soledad, colgado de alguna canción, o sembrado en una vieja fotografía que se volvió añoranza azul de aquellas épocas en que contaba la ternura.
Cada amor se acogió a la sentencia de los caminos que, cuando terminan, abren otros y sólo continúa ese que tiene sembrado en sus pasos una mejor versión del viento, una esperanza que aún posee eco en el silencio.
Lo mejor es cerrar los ojos para verlo sólo con la gratitud por quienes recibieron nuestras ilusiones en las suyas, y reconocer su belleza como la de la flor que, aunque marchita, sigue hermosa en el pensamiento.