El 6 de enero, conmemoración de la Epifanía, se celebraba en nuestros pueblos con mucha solemnidad. Última fecha favorita de la temporada navideña para contraer matrimonio y para hacer la primera comunión. Y de estrenar vestido. Ah, y para que los muchachos que cumplían 18 años se “largaran” (alargaran) los pantalones y de ahí en adelante se convirtieran en hombres. Ese día se amarraban la primera juma.
Además, había dos acontecimientos teatrales que convocaban a la comunidad: la adoración de los Reyes Magos y la matada del tigre. Centrémonos primero en éste. Un sujeto se vestía de tigre y recorría toda la población brincando y amenazando con sus garras y, sobre todo, tratando de abrazar a las muchachas. Entre sus travesuras estaba el meterse a las tiendas a robar botellas de cerveza y aguardiente. Mientras tanto, otro paisano fungía de cazador y, escopeta en mano, disparando “fulminantes”, perseguía a la bestia que picaronamente buscaba ocultarse hasta debajo de las naguas de las viejas. Al término de la tarde, el peligroso animal se trepaba a un árbol plantado al efecto en la mitad de la plaza, allí lo pescaba el cazador y lo derribaba de una certera descarga. La fiera caía entre contorsiones y muecas que hacían estallar de la risa, y al fin estiraba la pata.
En la mañana se había presentado la adoración de los Reyes Magos. Mi recuerdo va a un año lejano. Los legendarios reyes del Oriente estuvieron caracterizados en esa ocasión así: Melchor, el blanco, por el profesor Luis Páez; Gaspar, el trigueño, por el comerciante Lino Clavijo, mi querido y admirado tío; y Baltasar, el negro, por el registrador municipal Medardo Rincón.
Con telas de raso, papel metalizado, cartulinas y botones brillantes les habían confeccionado coloridas vestiduras. Lucían ellos bombachos, coronas doradas, capas vistosas, espuelas de plata y espadas relucientes.
Los magos se acercaron a la plaza en donde yacía el Niño Dios en un pesebre. Se arrodillaron, le presentaron las ofrendas, y en seguida montaron en los imponentes corceles. Recorrieron a galope las calles y para rematar el festivo entraron a nuestra casa en donde se llevaría a cabo el baile de gala. En verdad se destacaban los personajes, primero por su juventud y entusiasmo y luego por su atractiva vestimenta. Se prendió el baile engalanado con los apuestos monarcas. Los tres eran excelentes danzarines. Pero Gaspar, que se irritaba por poco, y el que no tenía pereza para batirse con cualquiera, al parecer recibió un pisotón de un torpe o borracho parrandero. ¡Quién dijo miedo! Gaspar, como un rayo, desenfundó su revólver y encañonó al ofensor; los camaradas reales también sacaron sus “truenos”; algunos agentes, que estaban cerca, intervinieron, se les echaron encima a los arrogantes monarcas y los acometieron a culatazos y bolillazos para desarmarlos. En la batahola volaban gorras de policías, capas, coronas, espadas y oropeles, y resonaban gritos y maldiciones, cachetadas y puñetazos. Los tres adoradores del Niño Jesús fueron conducidos a empellones a la cárcel municipal para que allí reposaran por unas horas.
Mi tío murió de 95 años en Bucaramanga. En su funeral recordé en un breve discurso este episodio. El joven sacerdote que oficiaba la ceremonia se sonrió ante el apunte y comentó en voz baja: “Esos no eran Reyes Magos sino Reyes Malos”.
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