Una de las facultades maravillosas que nos concede la vida es la intuición, aquel sentido adicional de aprender a anticipar el último horizonte, mientras en el espacio y en el tiempo caen las hojas secas.
Es como presentir un mundo que, de tanto ser habitado, fue dejando un eco magistral que sólo perciben quienes pasean por los bordes ondulantes de la imaginación, como sobrevivientes del naufragio del mundo.
Es el anhelo de tocar una puerta que no existe, pasar el umbral de los cielos hondos que descansan detrás de las constelaciones, arrullados por los sueños bonitos que tiene el alma cuando, también, reposa.
Es conocer la alianza de la naturaleza con la música y verlas, a ambas, colgarse del rumor de la providencia y sembrarse en el corazón, para irrigarlo con una ternura similar a la de la lluvia serena y lenta.
De ella de la intuición saben más los ríos, el mar, los frailejones, las mariposas, las orquídeas, las aves migratorias, la belleza toda, en fin, la huella sabia de la eternidad que orienta hacia el infinito.
Y como todo lo bello, la intuición es muy breve, sólo dura instantes, como el amor, el azar o la nostalgia, como las emociones viejas que buscan salir de la clausura a seguir en el viento las huellas de la libertad.
La intuición lleva siempre flores en su alforja y en su andar recorre la existencia construyendo panales, o nidos, o refugios íntimos, para alojar el canto bueno de la memoria mientras ella se duerme en sus recuerdos.