Desde antes de ser antiguos, los amaneceres semejan el umbral de la inmortalidad, son pretérito y porvenir a la vez, y van fusionando los siglos, anotando y borrando cosas en su espejo rutilante.
Orientan el camino de la vida, aurora por aurora, así como una gota por gota evoca la lluvia, los sueños a la muerte, las estrellas a la eternidad, el pincel a la pintura, el piano a la música, la flor al colibrí o el color a la mariposa.
Y son el único testimonio puro de la belleza, porque recogen la naturaleza en esa serenidad migrante y majestuosa que engalana al tiempo, cuando se desliza hacia el infinito, en caravanas de instantes que se reflejan en nostalgias.
¡Qué silencio, qué paz, qué aroma!: Es la sonrisa de Dios rayando la oscuridad con el pensamiento, para hacernos sentir parte de un recuerdo que se va tejiendo en la memoria, anudado por los cantos de los pájaros.
La mirada se suspende en el firmamento, esperando un lucero, o un susurro del silencio, que son el lenguaje del amor en la inmensidad, para sembrar allí nuestra huella, en las fibras espirituales que cuelgan de lo celeste.
La inmortalidad es secreta, sigilosa, como lo son el alba y el crepúsculo que sólo se unen en una fracción de luz, cuando la luna se oculta y asoma el sol, en un equilibrio que es demasiado misterio para nuestra escasez mortal.
¡Ahí vamos!, observando los senderos que brotan del horizonte y se bifurcan seductores, que nos enseñan a sentir y a pensar, para intuir el mejor y elegir al azar una travesía que, al final, sólo el destino conoce.