En las alturas de la noche o, cuando baja el horizonte al amanecer, hay un preludio de lo universal, un espejo que alberga la fantasía y nos invita a atrapar esa alucinación y a enamorarnos de su quietud.
La belleza surge sin subordinaciones y el pensamiento se despeja para que, en la soledad, el silencio y una hermosa sensación de ausencia, el alma ingenua crea que ha transcurrido todo el tiempo del mundo.
Allí todo es diferente -al fin y al cabo, es el recinto del arte-, y se percibe una emoción que seduce la sensatez y da soporte a ese viejo concepto que nos enseñaron, los sabios, de ser Uno y Eterno.
La propia oscuridad es un prodigio que nos hace sentir que es el universo quien nos mira -no nosotros a él- y nos anticipa que algo va a ocurrir, con un presentimiento llamado luna conjugando verbos transparentes.
El reflejo de las estrellas atrae el misterio del más allá, a donde sólo se puede acceder con la pureza de una imaginación liberada de la escasez humana, atenta a la verdad que nos cuenta el tiempo en su bondad.
El presente se derrite ante los susurros del porvenir, subyugado por un eco majestuoso de ¡Aquí estoy!, con una sugerencia espiritual de la perfección que pregunta: ¿Quién no se conmueve ante esa visión?
Y nos enseña todo, nos incluye en su orden maravilloso, en la esencia del amor que fluye de su armonía, con una breve licencia para intuirlo. (Sin embargo, a menudo, lo dejamos pasar…desapercibido).