En un foro sobre seguridad realizado en Cúcuta a finales del año pasado, el alcalde y el ministro de defensa anunciaron con entusiasmo el aumento en el uso de cámaras de seguridad como pieza clave para mejorar la seguridad de la ciudad. Durante la discusión, Medellín fue el ejemplo estrella, destacando su modelo de vigilancia tecnológica. Y no es para menos: un estudio del CESED de la Universidad de los Andes mostró que en Medellín los lugares intervenidos con cámaras tuvieron una reducción del 24 % en delitos en comparación con el año anterior a su instalación.
Hasta aquí todo suena bien. Sin embargo, la realidad es más complicada. Mientras las cámaras ayudan a las autoridades, los criminales también han aprendido a usarlas. Recientemente se descubrió que La Terraza, el grupo delincuencial más grande de Medellín, ha instalado sus propias cámaras de seguridad. Estas les sirven para anticiparse a los operativos policiales y reforzar su control en zonas de alto movimiento comercial y turístico. Según cifras oficiales, en los últimos cinco años han encontrado al menos 113 cámaras en Medellín operadas por grupos delincuenciales. Pero deben existir muchas mas.
Esto evidencia un problema más grande: la industria de la vigilancia es un negocio que prospera en contextos de inseguridad. Tanto empresas legales como actores ilegales encuentran en el miedo un mercado rentable. Y aquí viene la gran pregunta: ¿realmente estas tecnologías reducen el crimen o simplemente se convierten en herramientas para fortalecer estructuras de poder, legales e ilegales?
Las organizaciones criminales están a la vanguardia tecnológica con drones, inteligencia artificial y sistemas de videovigilancia para consolidar su control territorial. Estas herramientas les permiten reducir riesgos, proteger a sus socios y asegurar el flujo de rentas ilícitas.
Aclaremos algo: esta columna no es un ataque al uso de cámaras para la vigilancia de la ciudad. Es más un llamado a reflexionar y a exigir más estudios, especialmente en países en desarrollo como Colombia, para entender mejor qué tan efectivas son en realidad. Por ejemplo, un estudio publicado por FLACSO en 2017 reveló que las cámaras de videovigilancia urbana en Ciudad de México no reducen significativamente el crimen en las zonas donde se instalan. Este tipo de hallazgos subraya la necesidad de basar las políticas de seguridad en evidencia empírica y no en suposiciones o percepciones.
En este sentido, ya existen esfuerzos importantes para construir políticas de seguridad basadas en datos concretos. Por ejemplo, el BID ha desarrollado la Plataforma de Evidencias en Seguridad y Justicia, una herramienta que recopila información sobre soluciones efectivas en áreas clave como la prevención de violencia juvenil, seguridad urbana y justicia penal. Además, iniciativas como el Proyecto Regional Infosegura han fortalecido la capacidad de instituciones estatales en Centroamérica para desarrollar políticas de seguridad ciudadana basadas en evidencia. Así, en Jamaica algunas intervenciones de crianza positiva enfocadas en cambios conductuales han contribuido a una reducción significativa de los homicidios. También existe evidencia sólida de que restringir efectivamente la posesión de armas de fuego o limitar la venta de alcohol contribuye a la reducción de homicidios en ciudades de America Latina.
El caso de Medellín deja una lección importante: una herramienta pensada para garantizar seguridad puede ser al tiempo una arma para reforzar el crimen organizado. Esto plantea un desafío crucial para Cúcuta y otras ciudades con graves problemas de crimen organizado: asegurarse de que las estrategias de vigilancia no sigan legitimando un modelo donde lo legal y lo ilegal conviven en una especie de “gobernanza híbrida”que reproduce los ciclos de violencia e injusticia.
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