La catedral de San José se fue llenando poco a poco. Luis Vicente, tan puntual como siempre, había llegado de primero, y estaba silencioso, allá junto al altar. Con él llegaron su esposa Luz Marina, sus hijosy familiares. Después fueron arribando sus amigos, compañeros, colegas, sus seguidores y sus admiradores y admiradoras. Y hasta algunos de sus contradictores, pero que en el fondo también eran amigos suyos.
Pero esta vez, Luis Vicente estaba callado. No era el hombre alegre, jovial y dicharachero que conocimos. Él, que había recibido el don de la palabra, que tenía el carisma de la oratoria y que atraía multitudes en las plazas públicas, ahora estaba silencioso.
Allí estaba su gente. Gente de pueblo. Luis Vicente era más de pueblo que de ciudad. Entre un banquete con personalidades de las altas esferas y un sancocho con campesinos, prefería los sancochos. A los primeros asistía por obligación; a los segundos, asistía con el corazón rebosante de júbilo.
La sencillez era una de sus grandes virtudes, aprendida desde niño al lado de su padre, don Antonio María Serrano, boticario de pueblo, que todos los fines de semana se iba por los pueblos alejados, llevando en una mula los medicamentos que necesitaban los campesinos de aquellas veredas a donde no llegaban médico ni enfermera. Vermífugos para las lombrices de los niños. Yodosilato para golpes, calambres e hinchazones. Árnica para los dolores musculares. Pomadas para los sabañones. Ampolletas para las picaduras de culebra…
El niño Luis Vicente acompañaba al padre en épocas de vacaciones por caminos de sol y lluvia, y así adquirió la vocación de servicio, que más tarde fructificaría, en su labor de político.
Porque Luis Vicente interpretaba la política como un ministerio de servicio a los más necesitados. Y algunos de los que él ayudó, allí estaban en la catedral, acompañándolo, despidiéndolo, dándole las gracias y deseándole buen viaje.Vinieron de pueblos, de Bogotá, deotras ciudades. La catedral se llenó. Arreciaba el calor. Las señoras se echaban aire con sus abanicos y los hombres se limpiaban el sudor con pañuelos o con las mangas de sus guayaberas blancas.
En medio del calor recordé la tarde del entierro del padre Daniel Jordán, quien fuera su amigo y consejero. Acompañé a Luis Vicente a la misa de exequias en la capilla del Ancianato. “Voy a decir algunas palabras -me dijo-pero seré corto porque el padre debe estar muerto del calor en el ataúd”. Fue una brillante pieza oratoria. Los asistentes lo interrumpieron varias veces para aplaudirlo.Ahora que era él quien estaba en el ataúd, pensé que también estaría muriéndose del calor. Afortunadamentesólo hubo un orador.
Luis Vicente fue un hombre de fe cristiana. Un convencido de sus principios religiosos. Era amigo de los curas y generoso en sus óbolos.Un sacerdote, a quien ayudó durante su carrera de seminarista, concelebró la misa al lado del obispo.
Fue también firme en sus convicciones políticasy aguerrido defensor de los principios conservadores.Su voz vibró en el parlamento colombiano y en las concentraciones de ciudades y en las plazas de pueblos.
Tenía un alto concepto de la amistad. Era un hombre que se hacía querer y se dejaba querer. Le gustaba irse con sus amigos más cercanos a la pequeña cabaña que tenía cerca del río Zulia. Entre canciones, alguna guitarra y juego al bolo campesino, pasaba ratos enteros, disfrutando del cariño y de las tardes calurosas. Tan calurosas como la del día de su entierro. Sólo que aquí el ambiente era de tristeza, de nostalgia, de despedida.Y de recuerdos.
Gracias por valorar La Opinión Digital. Suscríbete y disfruta de todos los contenidos y beneficios en: https://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion