La oposición ganó las últimas dos elecciones en Venezuela. Solo el régimen lo niega. Globalmente se asume que quien se posesionó como presidente, lo hizo con recurrencia sin acreditar su triunfo en las urnas. La nueva usurpación genera mares de tinta, declaraciones de todo orden y origen, llamados y ultimátums, que son necesarios, pero que poco afectan el statu quo autoritario, opaco y peligroso para la geopolítica, que ensombrece Caracas.
Al jurar, el dictador y su camarilla se hicieron acreedores a nuevas sanciones, caídas como lluvia ácida. Las consecuencias, con ofertas de jugosas recompensas, son evidentes para los acusados de violar la regla democrática, de apropiarse de los recursos venezolanos y de transgredir leyes del mundo, sobre todo de EEUU.
Igual son agobiantes para la gente del común en sus actividades cotidianas básicas, su trabajo, transacciones financieras, movilidad o tranquilidad pública, y hacen más daño aún en la frontera.
Se supone que no renovar la licencia petrolera a Chevron, en abril próximo, tal vez contribuirá a reforzar el rechazo popular de la dictadura y a su final. Claro, partiendo de la premisa de que los interesados en la democracia sean mayoría y tengan arrestos suficientes para arriesgarse seriamente en la reconquista de la libertad.
Si estas condiciones no se dan, termina es viéndose la profundización de la tragedia que le tocó, esta vez, padecer a Colombia principalmente: la migración masiva de venezolanos desesperanzados y amedrentados.
Ya Venezuela había vivido este drama recibiendo cerca de cinco millones de colombianos en los tiempos del primer gobierno de Caldera, quien produjo duras declaraciones y acciones contra los emigrados. Al final, se integraron plenamente a la nación venezolana hasta tiempos recientes, cuando han regresado a Colombia muchos de primera, segunda y tercera generación.
De los treinta millones de venezolanos, más de uno de cada cuatro habitantes, ocho millones, han salido según la OMM. Cinco están llegando a Colombia desde hace una década. Los registros oficiales, cortos, muestran tres millones.
Tenemos que prepararnos para la nueva oleada humana generada por el miedo atornillado el pasado diez en Miraflores, exacerbada por el ruido anti-migratorio que producirá Trump y que incrementarán los europeos.
El desafío no es solo por la migración venezolana que se queda en Colombia, tal vez un alivio buscado por Maduro a la manera cubana. También es por la de otros orígenes continentales y extracontinentales que cruzan el Darién con los coyotes como tierra de nadie, o por lo menos no nuestra, para cruzar y alcanzar sitios finales de destino ilegal.
Es una pena pero el tránsito por ese territorio colombiano no puede permitirse más. Es un peligro para la integridad territorial, más ahora que se publican, sin recato, aspiraciones de recolonización del Canal de Panamá. No vaya y sea que se antojan también de “las tierras anexas”.
Presencia binacional de un ELN reacio a la paz, tráfico transfronterizo de coca para ser entregada vía aérea al mundo, expansión integral de crimen organizado con control territorial a ambos lados de la frontera, azotando a pobladores fronterizos y más allá, son consecuencias para nuestra seguridad nacional derivadas del miedo en Caracas y de la complicidad oficial. El comercio no hace parte de la lista de presión, pero la frontera sigue conectada y sus moradores son las primeras víctimas de las tensiones.
Si el régimen no ve suficiente indiferencia en éste y el próximo gobierno ante sus desmanes, tendrá tentación militar contra nosotros. Ya cayó en ella hace unos años, siguiendo la escuela Chávez.
Miedo es la palabra para Venezuela. Mientras no lo derroten los venezolanos, no hay solución. Como dijo Julio Londoño, vayámonos acostumbrando a esa clase de vecino. Tengamos, eso sí, los ojos abiertos a una agresión bélica injustificada, sin atizar desde aquí la iniciativa de confrontación militar.
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