En buena hora se volvió a incluir el voto obligatorio en la ponencia para el tercer debate de la reforma política que cursa en el congreso. Es, a no dudarlo, una medida eficaz y coherente con los propósitos que busca el acto legislativo que se sintetizan en “hacer realidad las medidas para garantizar una mejor representación ciudadana, una mejor calidad en la democracia colombiana y adicionalmente cumplir con los acuerdos de paz” como lo declaró el ministro del Interior al radicarlo.
Mejor representación ciudadana se logra por cuanto al incentivar la disminución de la abstención, aumenta ostensiblemente el porcentaje de la votación, cerrando además las ventanas de oportunidad para la inveterada práctica de la compra de votos directa o indirecta, más aún si se aprueban también las listas cerradas de los partidos y movimientos políticos.
Es más, al adoptar legalmente el voto obligatorio la ciudadanía, paulatinamente se apropiará de esa institución valorándola como un mecanismo del estado para ligar su suerte a la decisión consciente de todos los ciudadanos. Es que sin la obligatoriedad del voto siempre será amplio el espacio para los tramposos y negociantes de la política electoral en todas sus manifestaciones.
Ahora bien, gran parte de los argumentos en contra del voto obligatorio giran alrededor de la limitación de la libertad de los ciudadanos. Pero bajo esta misma lógica también se coartaría la libertad, por ejemplo, con la obligatoriedad de los impuestos o los peajes. Más bien la discusión hay que enfocarla respondiendo al interrogante de si la libertad (y derecho) de elegir es un fin en sí mismo o es solo un medio para alcanzar un fin de mayor trascendencia cual es el de mejorar la democracia con la transparencia de las elecciones. Asunto este por demás clave para que resulten elegidos los mejores y más confiables candidatos.
Los escépticos abstencionistas dirán algo así como ¿me van a obligar a votar por los mismos políticos de siempre o por alguien que ni siquiera conozco y mucho menos me inspira confianza? Pero en realidad no son argumentos válidos puesto que existen otras opciones para los votantes: voto en blanco o tarjetón no marcado, o incluso el protestar tachándolo. Y paralelamente está la oportunidad de elevar la exigencia a los medios de comunicación para que, durante el cubrimiento de las elecciones, faciliten un mejor conocimiento de los candidatos y sus propuestas incluyendo claro está a los nuevos liderazgos que surjan.
Eso sí, el reto para el periodismo y para los comunicadores de las campañas será mayor pues deben idear creativamente nuevas estrategias para neutralizar la acción de quienes se han acostumbrado a manipular el electorado a través de las redes sociales.
En fin, con el voto obligatorio se puede avanzar sensiblemente en la calidad de la cultura democrática y se diluyen los incentivos perversos para las trampas, empezando por la compra y la venta del voto. Y sin la obligatoriedad se mantiene un amplio margen de maniobra para los negociantes en las elecciones.