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La tierra del dulce de cortado y el tonchalero, se está llenando de
indigentes, de pobres, de mendigos, de víctimas de la imprevista
inestabilidad del bolívar. Parece una ciudad de locos, una fantasía,
un lugar imaginario. Hay días en que ante el rumor de que el bolívar se
va a colocar a 0.10, la gente corre por las calles con los billetes
venezolanos en la mano, buscando una casa de cambio o un pintoresco
cambista callejero, que aun no haya fallecido de nostalgia, con el
mismo afán con que un hombre apurado busca un baño público.
La tierra del dulce de cortado y el tonchalero, se está llenando de indigentes, de pobres, de mendigos, de víctimas de la imprevista inestabilidad del bolívar. Parece una ciudad de locos, una fantasía, un lugar imaginario. Hay días en que ante el rumor de que el bolívar se va a colocar a 0.10, la gente corre por las calles con los billetes venezolanos en la mano, buscando una casa de cambio o un pintoresco cambista callejero, que aun no haya fallecido de nostalgia, con el mismo afán con que un hombre apurado busca un baño público. El objetivo es deshacerse de la carga que lleva, antes de que pueda evaporársele en las manos, borrándose los ceros hasta quedar en uno.
Especuladores y usureros han convertido los viejos zaguanes en oficinas públicas, donde le tuercen el pescuezo a una procesión de personajes en quiebra, que en fila india esperan ser oprimidos hasta el último aliento. Todo por culpa de la moneda de al lado, que a ratos tiene un precio a la traída del almuerzo, otro inferior cuando termina la sopa, y otro menor al momento del postre.
Cúcuta, aquella vieja ricachona de antaño, está perdiendo el juicio. No es posible, ni le cabe a nadie en la cabeza, que un pueblo entero se cruce de brazos ante tamaño frenesí, como si fuera un botín de guerra que se reparten a dentelladas los agiotistas, los bancos, los lavadores de dólares y los inescrupulosos contrabandistas. Lo demás, el comercio serio y organizado esta en la bancarrota.
Un lugar donde denunciar a un mandatario, es simplemente el pan de cada día. Donde los delincuentes obtienen personería jurídica, los piratas del transporte se sindicalizan, y en cada puerta de cada casa hay un galón de gasolina, dispuesto a encender la ciudad en miles de colores rojo y amarillo, es único en el mundo.
Pero lo que más asombra es la diferencia entre el escenario y la ocurrencia. El escenario sigue siendo algo maravilloso. Mientras la economía de frontera se derrumba, la fachada de los barrios residenciales son cada día mas esplendidas, las mujeres cada mañana más hermosas, y el rio humano que de noche serpentea por el malecón, habla del ciclismo internacional, con la misma propiedad con que comenta de futbol, o del mute y de las hayacas del terruño, o de la rivalidad entre las novelas de televisión, como si el problema no fuera con ellos.
Es la pasmosa indiferencia a un problema de fondo. Es quizá la natural reacción de una población que por haber perdido su etnia en aras de las promiscuidad, se siente turista en su propio patio, contagiados por la otrora avalancha de visitantes, que en pantaloncitos calientes y franelas descotadas, creían poder comprarlo todo con diez bolívares.
Hay otros espacios diferentes al malecón, que suelen conmoverme. El parque Santander, por ejemplo, parece un cementerio de hombres jubilados, donde los personajes semejan estatuas vivientes, que se detuvieran en el tiempo, como si estuvieran congelados. Siempre apiñados en los mismos sitios, o sentados en los mismos escaños. Su única distracción es contemplar las ardillas, que con tierna y maliciosa picardía, se descuelgan por entre los gajos de los arboles. Su parsimonia pareciera contagiar a las palomas, que a ratos se observa como si no quisieran levantar el vuelo, como si hubieran perdido el entusiasmo, como si el pico ya no fuera su herramienta de trabajo.
Pero es que si uno mira alrededor de los oficios, que cada quien improvisa para no morirse de hambre, el espectáculo callejero parece una fábula, un cuento imaginario, donde cada persona parece estar actuando dentro de un mundo abstracto. Hay vendedores de absolutamente nada, que apenas se les ve conversar, sin dejar caer una sola gota de su esfuerzo. Su mercancía es un misterio, parece invisible, pero así la transportan entre señas y gestos. Otros hay que recogen desperdicios nocturnos, que venden no sé donde a cambio de migajas que convierten en sueños.
Y así va la ciudad envuelta en el absurdo. Las camisas que ayer expuestas en vitrinas costaban treinta mil, ya hoy por la mañana su precio es de cincuenta, sin extrañar que el lunes amanezcan a veinte. Es un caos el comercio. Los dueños de almacenes en el afán de venta, invierten más dinero timbrando precios nuevos, que fabricando telas.
Así se mueve Cúcuta, mientras sigue el bolívar descendiendo en picada.
Especuladores y usureros han convertido los viejos zaguanes en oficinas públicas, donde le tuercen el pescuezo a una procesión de personajes en quiebra, que en fila india esperan ser oprimidos hasta el último aliento. Todo por culpa de la moneda de al lado, que a ratos tiene un precio a la traída del almuerzo, otro inferior cuando termina la sopa, y otro menor al momento del postre.
Cúcuta, aquella vieja ricachona de antaño, está perdiendo el juicio. No es posible, ni le cabe a nadie en la cabeza, que un pueblo entero se cruce de brazos ante tamaño frenesí, como si fuera un botín de guerra que se reparten a dentelladas los agiotistas, los bancos, los lavadores de dólares y los inescrupulosos contrabandistas. Lo demás, el comercio serio y organizado esta en la bancarrota.
Un lugar donde denunciar a un mandatario, es simplemente el pan de cada día. Donde los delincuentes obtienen personería jurídica, los piratas del transporte se sindicalizan, y en cada puerta de cada casa hay un galón de gasolina, dispuesto a encender la ciudad en miles de colores rojo y amarillo, es único en el mundo.
Pero lo que más asombra es la diferencia entre el escenario y la ocurrencia. El escenario sigue siendo algo maravilloso. Mientras la economía de frontera se derrumba, la fachada de los barrios residenciales son cada día mas esplendidas, las mujeres cada mañana más hermosas, y el rio humano que de noche serpentea por el malecón, habla del ciclismo internacional, con la misma propiedad con que comenta de futbol, o del mute y de las hayacas del terruño, o de la rivalidad entre las novelas de televisión, como si el problema no fuera con ellos.
Es la pasmosa indiferencia a un problema de fondo. Es quizá la natural reacción de una población que por haber perdido su etnia en aras de las promiscuidad, se siente turista en su propio patio, contagiados por la otrora avalancha de visitantes, que en pantaloncitos calientes y franelas descotadas, creían poder comprarlo todo con diez bolívares.
Hay otros espacios diferentes al malecón, que suelen conmoverme. El parque Santander, por ejemplo, parece un cementerio de hombres jubilados, donde los personajes semejan estatuas vivientes, que se detuvieran en el tiempo, como si estuvieran congelados. Siempre apiñados en los mismos sitios, o sentados en los mismos escaños. Su única distracción es contemplar las ardillas, que con tierna y maliciosa picardía, se descuelgan por entre los gajos de los arboles. Su parsimonia pareciera contagiar a las palomas, que a ratos se observa como si no quisieran levantar el vuelo, como si hubieran perdido el entusiasmo, como si el pico ya no fuera su herramienta de trabajo.
Pero es que si uno mira alrededor de los oficios, que cada quien improvisa para no morirse de hambre, el espectáculo callejero parece una fábula, un cuento imaginario, donde cada persona parece estar actuando dentro de un mundo abstracto. Hay vendedores de absolutamente nada, que apenas se les ve conversar, sin dejar caer una sola gota de su esfuerzo. Su mercancía es un misterio, parece invisible, pero así la transportan entre señas y gestos. Otros hay que recogen desperdicios nocturnos, que venden no sé donde a cambio de migajas que convierten en sueños.
Y así va la ciudad envuelta en el absurdo. Las camisas que ayer expuestas en vitrinas costaban treinta mil, ya hoy por la mañana su precio es de cincuenta, sin extrañar que el lunes amanezcan a veinte. Es un caos el comercio. Los dueños de almacenes en el afán de venta, invierten más dinero timbrando precios nuevos, que fabricando telas.
Así se mueve Cúcuta, mientras sigue el bolívar descendiendo en picada.