Jorge Mantilla, Director de Dinámicas del Conflicto de la Fundación Ideas para la Paz (FIP).
Este año ha sido el más difícil que los cucuteños tengan memoria en tiempos recientes. Al deterioro de la situación de seguridad ciudadana asociado al consecuente aumento de la percepción de inseguridad, la cual se ubica en un 73,4% solo superada por Bogotá (77,8%) donde las autoridades han reconocido profundos problemas en la materia, se suma el hecho de que Cúcuta ha vuelto a caer en manos del terrorismo y la criminalidad organizada. La ciudad fue transitando lentamente de una ciudad con problemas de hurtos y de microtráfico como cualquier otra, a una ciudad donde las autoridades locales tienen serios problemas de gobernabilidad para mantener el orden público.
Las responsabilidades son de distinto orden. Por un lado, los cucuteños están pagando el precio del cierre de la frontera con Venezuela que provocó la consolidación de criminales de toda estirpe cómo autoridades aduaneras y migratorias. El fracaso del cerco diplomático y la torpe aproximación del gobierno nacional a la crisis venezolana contribuyó a que la limitada capacidad que tiene la ciudad en materia de seguridad y convivencia se viera desbordada por problemas de seguridad nacional.
Así mismo, la falta de tracción de la política de seguridad del presidente Duque en la región contribuyó a que la presión armada sobre la ciudad se hiciera insostenible con los repetidos episodios de violencia en la zona rural de Cúcuta. El asesinato de líderes sociales, la incursión de los grupos armados y los constantes desplazamientos de las comunidades de Palmarito, Banco de Arena y el Zulia provocaron que entidades como la Secretaría de Víctimas, Paz y Posconflicto estuviera volcada a atender emergencias humanitarias que han contribuido, además, junto con la crisis migratoria, a la aparición de asentamientos informales en la ciudad.
Así las cosas, cuando se pensaba que la ciudad había tocado fondo con el atentado contra la Brigada 30 a mediados de junio, lo peor aún estaba por venir. El ataque contra el helicóptero del presidente de la república y la seguidilla de ataques terroristas en la ciudad, convirtieron el 2021 en el año del miedo. El año en que los grupos armados le notificaron a la ciudad que tiene la capacidad de hacer dañó en cualquier lugar de la ciudad y que nadie está a salvo. Un escenario lamentable para una ciudad que se ha esforzado por superar el golpe de la pandemia y cuyos esfuerzos por la reactivación económica y comercial se ven opacados por las alertas de países como Estados Unidos sobre evitar venir Cúcuta.
Es justamente la indiferencia del gobierno nacional y la incapacidad del gobierno local para enfrentar este reto lo que fortalece el terrorismo. Una ciudadanía atemorizada y desprotegida que se rehúsa a normalizar la violencia pero que se despierta cada día con la incertidumbre de nuevas amenazas de bomba. Por su parte, contrario a la urgencia de consolidar una voz unificada como ciudad y región para exigir acciones certeras conducentes a fortalecer la gobernabilidad y la seguridad en Cúcuta, la clase política esta concentrada en las pujas políticas de ocasión mientras la ciudad continúa descuadernada por la violencia.
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