La Opinión
Suscríbete
Elecciones 2023 Elecciones 2023 mobile
Cultura
De París a Montreal: una historia de supervivencia y redención familiar
Inspirada en hechos reales y ambientada en el contexto de la Segunda Guerra Mundial, ‘Una chica judía en París’ es una poderosa novela sobre el amor prohibido.
Authored by
Image
La opinión
La Opinión
Martes, 27 de Agosto de 2024

París, 1940. La ciudad está bajo ocupación alemana. Una joven judía, Judith, conoce a un joven, hijo de un rico banquero y simpatizante de los nazis; su familia nunca aprobará a la chica de la que se ha enamorado. A medida que los alemanes imponen más y más restricciones a los judíos parisinos, la pareja planea huir del país en secreto. Pero antes de que puedan escapar, Judith desaparece…

En esta novela vívida y conmovedora sobre destinos entrelazados y el poder perdurable del amor contra las peores probabilidades, Melanie Levensohn teje una historia saturada de precisión histórica y, sin embargo, sorprendentemente íntima.


Lea: Fiesta del Libro de Cúcuta celebrará 20 años de historias


‘Una chica judía en París’ ofrece romance e intriga de sobra, pero el verdadero poder de la novela radica en su descripción de cuán profunda y, a veces, misteriosamente podemos encontrarnos conectados con el pasado y entre nosotros.

Lea aquí un fragmento en exclusiva del libro de la escritora de nacionalidad alemana y estadounidense, publicado por Ediciones B.

FRAGMENTO

Montreal, 1982

—Sangre… —resolló el viejo respirando con dificultad por la boca—. Sangre…

Su voz atravesó el silencio como las tijeras el papel. La primera palabra en dos días. Jacobina, quien se encontraba acurrucada en el estrecho sillón junto a la cama, se levantó asustada y miró a su padre. Vio sus ojos entrecerrados y las diminutas escamas de piel sobre los labios descarapelados.

Llevaba horas sentada en aquella habitación sobrecalentada observándolo dormir. Él yacía en su lecho sin moverse, con las comisuras de los labios caídas. La única señal de que continuaba vivo era el ligero ascenso y descenso de su pecho. Jacobina se quedó dormida varias veces.

El amortiguado tañido de la campana en la torre de una iglesia se escuchaba cada quince minutos como un recordatorio puntual de que el tiempo había pasado un poco. En cada ocasión, Jacobina le echaba un vistazo a su reloj para ver cuál cuarto de la hora acababa de pasar. ¿Ya eran las tres y media? ¿O solo dos y media?

Una de las religiosas enfermeras del hospital visitaba la habitación cuatro veces al día. Por las mañanas, la serena rubia se presentaba para tomar la temperatura y la presión arterial del paciente. Manejaba los instrumentos con destreza y confianza, como cada vez que colocaba con suavidad el brazalete alrededor de su brazo. Jacobina la escuchaba bombear la pelota de caucho y, unos segundos después, el siseo del aire liberado. La hermana hacía una anotación y desaparecía.

Por la tarde venía la enfermera pelirroja de las suelas rechinantes.

—Debería irse usted a casa —le decía en cada ocasión con su generoso francés quebequense, mientras cambiaba la administración por goteo o vaciaba la bolsa de orina—. De todas formas, él está exhausto.


Conozca: Conozca el libro sobre Liderazgo financiero y humanismo, la conversión de un banquero exitoso


Sin embargo, Jacobina solo negaba con la cabeza, con el tosco acento de la enfermera repicándole aún en los oídos.

Finalmente se fue y pasó la noche en un pequeño hotel. No era un lugar bien cuidado, pero al menos era económico y estaba junto al hospital. Cortinas color marrón y un colchón deformado. Ahí Jacobina escuchó también las campanadas de la torre de la iglesia cada cuarto de hora. Se sentía aturdida. Ciertas imágenes de su padre le pasaban por la mente, el adorable hombre de su infancia contorsionándose hasta convertirse en el ser macilento en la cama del hospital. Hasta ese momento, le había sido imposible dormir.

—La sangre —repitió el viejo, un poco más fuerte, con un ligero silbido en la “s”. Luego la voz le falló. Apretó los labios y trató de tragar, pero era obvio que eso implicaba una gran batalla.

Jacobina lo observó. ¿Le daría gusto verla?

—¿Padre? —preguntó en voz baja—. ¿Me escuchas?

Una sensación de vacío se extendió en su estómago, una mezcla de alivio e incertidumbre. ¿Debería sentarse en su cama, tomar su mano y tratar de apurar su despertar? No. Lo mejor era darle un poco de tiempo. Necesitaría un momento para recobrar la calma.

Su padre sacó el brazo de debajo de la cobija con un movimiento vacilante y se pasó la manga por los ojos cerrados. No parecía notar que Jacobina estaba ahí. Fijó la vista en el muro frente a su cama y analizó el cuadro que estaba colgado un poco bajo y que quizás colocaron ahí para darle a la habitación del hospital un poco de color. Incluso en la semioscuridad era posible discernir la Torre Eiffel. Una reproducción barata de alguna pintura impresionista, supuso Jacobina cuando entró al cuarto por primera vez. Mas no uno de los típicos motivos de Monet que siempre imprimían en los calendarios para colgar. Este cuadro no lo había visto nunca. Lo estudió en detalle durante las largas horas de espera, no porque le agradara en particular, ya que, de hecho, no le gustaba, sino porque era lo único en aquel entorno que no la hacía pensar en la muerte. En la muerte y en las expectativas que tendría que satisfacer cuando esta llegara. Si llegaba.

¿Podría llorar? ¿Podría sentir la aflicción que se supone que uno debe sentir cuando su padre fallece? ¿Ese dolor permanente que reclama un espacio en tu corazón cuando por fin comprendes que la pérdida es irremediable? O tal vez no sentiría gran cosa. A su padre ya lo había perdido más de veinte años atrás. Cuando apenas tenía veintiuno, cuando partió de Canadá para ir a Nueva York. Cuando no la perdonó.


Entérese: Viruzs, el talento cucuteño que conquista Europa con sus murales


La muerte de su madre fue ardua. Después de acostumbrarse a su locuacidad, a Jacobina le tomó años aceptar el silencio definitivo. De ella extrañaba todo. Las breves y casi cotidianas llamadas telefónicas que siempre hacía en el peor momento. La conversación nimia.

—Jackie, mi niña, ¿cómo estás?

—Mamá, estoy en la oficina, no puedo hablar mucho tiempo.

—Solo quería cerciorarme de que todo estuviera bien.

Los paquetes no solicitados de mamá. Llenos de chocolate amargo y bagels de la panadería de Saint-Viateur. Sus cartas con la caligrafía garabateada que Jacobina podría reconocer incluso a distancia. El invierno había durado demasiado, le escribió su madre, no estaba bien de salud. Ella casi nunca las respondía. Cada año, cuando llegaba la Pascua, su madre le enviaba más pan matza del que jamás podría comer. En Nueva York había más tiendas kosher incluso que en Montreal, pero su madre se negaba a escucharla. En aquel entonces, la atención excesiva la irritaba. Ahora, años después, seguía extrañándola. Añoraba la plétora de llamadas telefónicas. Si solo hubiera sido más atenta, pensaba con frecuencia, era lo mínimo que habría podido hacer. Comprendió demasiado tarde que su madre fue su único hogar. A veces, incluso a la magia de la nostalgia le es imposible disimular el dolor del arrepentimiento. Los “y si…”, los “lo que pudo ser”. Todas esas palabras no pronunciadas.

Y su padre. No, ese era un asunto distinto.

La mirada de Jacobina se deslizó de nuevo hasta la cama de hospital. No extrañaría su frialdad, pero, a pesar de ello, vino a despedirse. Ya había sufrido demasiado durante su vida, no debería morir solo también. La noción del deber de una hija única.

De pronto tosió con tanta violencia que la cabeza latigueó hacia el frente en fragmentos. Entonces trató de hablar otra vez.

—La sangre… —farfulló, hizo una pausa breve y se esforzó por continuar—: es más densa… que el agua.

Cerró los ojos gruñendo, como si musitar aquella frase lo hubiera despojado del último gramo de fuerza.

Jacobina se encogió un poco. Con qué frecuencia predicó su padre eso en el pasado. Fue su explicación para todo: para la guerra y la paz, para la lealtad y la traición.

¿Se dirigía a ella o deliraba?

—Un vecino lo encontró inconsciente en el suelo —le dijo el médico cuando llamó y le pidió que fuera lo antes posible. Una frase que provocó muchas preguntas—. Necesitamos observarlo —añadió el galeno.

Gracias por valorar La Opinión Digital. Suscríbete y disfruta de todos los contenidos y beneficios en https://bit.ly/SuscripcionesLaOpinion 

Temas del Día