Lewis Dartnell, en su fascinante obra ‘La historia de la humanidad a través de la fragilidad’, nos invita a explorarla bajo una nueva perspectiva: la de nuestra propia vulnerabilidad. Somos una maravilla de la evolución, capaces de logros extraordinarios, pero también profundamente imperfectos.
Nuestros cuerpos y mentes, con frecuencia, se rompen, fallan y nos limitan, lo que nos enfrenta a una constante contradicción: la de ser humanos. A través de este enfoque único, Dartnell revela cómo nuestra naturaleza frágil ha influido en el desarrollo de civilizaciones, sistemas políticos y estructuras sociales a lo largo de la historia.
Lea un fragmento de ‘Ser humano’, editorial Debate, un revelador libro y descubra cómo los grandes eventos de la historia han sido moldeados por esta singular combinación de logros y fallos humanos.
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Fragmento
Los seres humanos somos una especie de primate sumamente inteligente y capaz. No solo es nuestro complejo cerebro un prodigio de la evolución, sino que también nuestro cuerpo es una maravilla de la ingeniería.
Nuestra fisiología ha evolucionado para correr largas distancias de manera eficiente; nuestras manos poseen una gran destreza para manipular y confeccionar objetos; y nuestra boca y garganta nos confieren un control asombroso de los sonidos que emitimos.
Somos expertos comunicadores, con innumerables formas de lenguaje, capaces de transmitir desde instrucciones gestuales hasta conceptos abstractos, así como de organizarnos en equipos y comunidades.
Aprendemos unos de otros, de nuestros padres y compañeros, para que las nuevas generaciones no tengan que partir de cero. Nuestra cultura es acumulativa: hemos hecho acopio de capacidades con el paso del tiempo.
Hemos pasado de dominar la técnica de fabricar herramientas de piedra a manejar tecnologías como los superordenadores y las naves espaciales.
No obstante, también somos muy imperfectos, tanto en el ámbito físico como mental. Lo cierto es que, en muchos aspectos, los seres humanos no funcionamos especialmente bien.
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¿Qué tienen en común los presidentes George W. Bush y Ronald Reagan con las actrices Elizabeth Taylor y Halle Berry? Todos estuvieron a punto de morir por atragantarse con comida (un lazo salado, un cacahuete, un hueso de pollo y un higo, respectivamente). De hecho, hoy en día, el atragantamiento es la tercera causa de muerte en el hogar. Comparados con cualquier otro animal, nuestra torpeza para comer sin correr el riesgo de morir de manera accidental corta la respiración (literalmente).
La razón de ello está relacionada con los cambios en nuestra garganta que nos permitieron articular los complejos sonidos del habla y, por tanto, convertirnos en comunicadores orales tan expresivos.
Durante la evolución de nuestra especie, la laringe pasó a ocupar una posición más elevada en el cuello y modificó su estructura para adquirir un mayor control sobre la generación de sonidos.
En todos los mamíferos, los conductos para respirar y comer comparten un corto tramo del mismo tubo, con una pequeña lengüeta, la epiglotis, que actúa como una trampilla para cerrar la tráquea cuando tragamos. No obstante, la reconfiguración de la garganta humana aumentó de manera considerable las posibilidades de que se quedara comida atascada en la tráquea. Como señaló
Darwin: «Toda partícula de comida o bebida que ingerimos […] [tiene] que pasar por encima del orificio de la tráquea con algún peligro de caer en los pulmones».
Este es solo uno de una serie de defectos de diseño básicos de la arquitectura del cuerpo humano. Hemos evolucionado para andar erguidos, pero la postura somete a las rodillas a una presión enorme y la mayoría padecemos dolor de espalda en algún momento de la vida. Las articulaciones de nuestras muñecas y tobillos conservan huesos vestigiales inútiles que limitan el movimiento y nos hacen propensos a torceduras y esguinces.
Tenemos una serie de nervios que siguen rutas absurdamente largas e indirectas por el cuerpo, así como músculos que ya no cumplen ninguna función (por ejemplo, los que otros animales utilizan para volver las orejas). La capa sensible a la luz de la parte posterior del ojo, la retina, está colocada del revés, lo que crea puntos ciegos en nuestro campo visual.
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También estamos plagados de defectos en nuestra bioquímica y ADN —genes cuya información está dañada y ya no funcionan—, lo que implica, por ejemplo, que tengamos que ingerir una dieta más variada que la de casi cualquier otro animal para obtener los nutrientes que necesitamos para sobrevivir. Y nuestro cerebro, lejos de ser una máquina pensante totalmente racional, está repleto de fallos y sesgos cognitivos. También somos propensos a desarrollar adicciones que favorecen un comportamiento compulsivo, a veces con tendencias autodestructivas.
Muchos de estos aparentes defectos son el resultado de una solución evolutiva intermedia. Cuando un determinado gen o estructura anatómica se necesita para desempeñar varias funciones contrapuestas al mismo tiempo, ninguna puede optimizarse del todo. Nuestra garganta no solo debe ser adecuada para respirar y comer, sino también para articular los sonidos del habla.
Nuestro cerebro necesita tomar decisiones para sobrevivir en entornos complejos e imprevisibles, y debe hacerlo con información incompleta y, sobre todo, con mucha rapidez. Está claro que la evolución no aspira a la perfección, sino solo a lo suficientemente bueno.
Es más, cuando busca soluciones a circunstancias nuevas y problemas que amenazan la supervivencia, la evolución solo puede experimentar con lo que ya está a su disposición. Nunca tiene la oportunidad de regresar al punto de partida y empezar de cero. Nuestra historia evolutiva es producto de una acumulación de diseños superpuestos, donde cada nueva adaptación modifica lo anterior o se construye sobre ello. Nuestra columna vertebral, por ejemplo, está mal concebida para mantener la espalda erguida y soportar el peso de nuestra gran cabeza, pero tuvimos que conformarnos con la espina dorsal que heredamos de nuestros antepasados, que eran cuadrúpedos.
Ser humanos es la suma de todas nuestras capacidades y limitaciones: tanto nuestros defectos como nuestras facultades nos han hecho lo que somos. Y la historia de la humanidad se ha desarrollado en un equilibrio entre ambos.
Migramos de nuestra cuna en África para convertirnos en la especie animal terrestre más extendida del planeta. Hace unos diez milenios, aprendimos a domesticar plantas silvestres y animales salvajes e inventamos la agricultura, y de ahí surgieron organizaciones sociales cada vez más complejas: ciudades, civilizaciones, imperios. Y, en todo ese vastísimo periodo de tiempo, en el que se sucedieron etapas de crecimiento y estancamiento, progreso y retroceso, colaboración y conflicto, esclavitud y emancipación, comercio y saqueo, invasiones y revoluciones, plagas y guerras —entre tanto tumulto y fervor—, ha habido una constante: nosotros.
En casi todos los aspectos fundamentales de nuestra fisiología y psicología, somos básicamente iguales a nuestros antepasados que vivieron en África hace 100.000 años. Entre las culturas de todo el mundo, existe una increíble diversidad de creencias, prácticas y costumbres, pero, si bien hay diferencias superficiales en nuestro aspecto y variaciones genéticas de mayor importancia, a todos los efectos estamos construidos de manera idéntica.
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