Un dato de espanto fue revelado a propósito de la conferencia internacional en Bogotá sobre violencia infantil: “la mitad de los niños del mundo-unos 1.000 millones-sufre algún tipo de violencia, ya sea en casa, en la escuela, en la comunidad o en internet, incluidos los castigos físicos, el acoso y los abusos emocionales y sexuales”.
Qué triste que los menores de edad no puedan disfrutar plenamente de sus juegos, aprendizaje y desarrollo psicosocial porque hoy lo rodean peligros de toda índole que ponen en riesgo su vida e integridad física, moral e intelectual.
Todos esos casos de niñas y niños violados y asesinados, el reclutamiento forzado por parte de la guerrilla y otros grupos armados, la prostitución infantil y el maltrato al que se les somete, reflejan el drama que los persigue.
Es tan agreste el escenario para ellos, que en el continente americano mueren al día más de 200 niños, adolescentes y jóvenes (hasta de 29 años) víctimas de homicidio, de acuerdo con el director de la Organización Panamericana de la Salud.
Y para certificar que la cruda realidad dista de ser color de rosa para nuestros niños, la OPS lanzó otra advertencia: las Américas tienen la tasa de homicidios más alta del mundo para menores de 18 años, la cual es equivalente a más de tres veces el promedio mundial de 5,8 por 100.000, frente a la tasa global de 1,7.
Al ahondar en este contexto estadístico, notamos que la humanidad pareciera no tener concordancia entre lo que pregona y realmente hace para proteger a quienes etiqueta como generación del futuro, puesto que en el ámbito mundial uno de cada dos niños, niñas y adolescentes de 2 a 17 años sufre alguna forma de violencia, anualmente.
Al leer lo expuesto por la OPS de que esa violencia que adopta diferentes inaceptables formas y provoca enormes consecuencias, queda el sinsabor de que falta mucho por hacer para salvar a la niñez de los graves males que la persiguen.
El reclamo que se debe hacer a los gobiernos y a las instituciones es que el asunto de los niños y adolescentes hay que asumirlo como una cuestión de Estado sin ideologías ni populismo ni politiquería.
Y es más, hay que darle un tratamiento global, con más acción y menos diagnósticos por parte de las entidades multilaterales y de las oenegés y de las fundaciones y de los gobiernos para hacer ese gran bloque mundial en favor de nuestros niños.
Hay que consolidar las políticas públicas en protección y restablecimiento de los derechos, al igual que en educación, salud y mejoramiento de las condiciones de vida de poblaciones afectadas por la pobreza.
Ojalá se pueda llevar -realmente- a la práctica un plan que recomienda siete estrategias para enfrentar la violencia infantil, con los siguientes componentes: implementación y vigilancia del cumplimiento de las leyes, normas y valores, seguridad en el entorno, padres, madres y cuidadores reciben apoyo, ingresos y fortalecimiento económico, respuesta de los servicios de atención y apoyo y educación, y aptitudes para la vida.
Y dentro de todo lo anterior, hay un mensaje de la OPS que va dirigido directamente a los gobiernos y los políticos: no podemos abordar la violencia sin prestar atención a las desigualdades sociales, incluidas la migración, la etnicidad, la discapacidad y el estatus socioeconómico. Tenemos la responsabilidad colectiva de responder primero a los más rezagados.
Tristemente, Colombia y Norte de Santander se encuentran en todos los episodios de ataques contra la niñez descritos por la Organización Panamericana de la Salud, con una violencia intrafamiliar incontrolable, un conflicto armado desatado y las acciones de depredadores sexuales y homicidas que tienen por preferencia a los menores de edad.
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