Siempre me ha llamado la atención la designación que le hacemos a las personas y a las cosas en general, cuando de ponerles nombre se trata. Sabemos que desde tiempos inmemoriales hemos tenido que identificar objetos, lugares o cualquier elemento que posteriormente sea necesario reconocer y de eso, como es natural, no se han escapado las personas ni mucho menos las regiones. Ejemplo de este último proceso se aprecia en muchos de los países africanos que fueron colonizados por naciones europeas y que una vez se independizaron adoptaron los nombres que correspondía a su esencia étnica ancestral que había sido arrebatada por los invasores.
En el tiempo de antes, haciendo mención de lo que sucedía anterior al siglo actual, especialmente con las mujeres cuando aún no se habían logrado su completa emancipación, o bien perdían su nombre al casarse –como sucedía en algunos países- o como en nuestro caso, pasaban a “pertenecer” a su marido. Entiéndanme, por favor, pues eso es lo que significa la preposición “de” que aún utilizan algunas señoras, aunque no creo que quieran significar que “le pertenecen” a su cónyuge. De algo sirvió la “liberación femenina” de finales del siglo XX, por lo menos en los países occidentales, para concientizar a la féminas de su independencia y autonomía.
Con el avance que se ha visto en materia de “derechos” de las personas, de las instituciones, de los países y de todo cuanto sea meritorio, ahora se goza de la facultad o del privilegio de elegir a conveniencia lo que resulte más provechoso, beneficioso, favorable o satisfactorio. Vemos con frecuencia los cambios de nombre de las personas o de sexo, incluso de ciudades como los casos de Pekín que ahora se conoce como Beijin, o de Leningrado, que recobró su nombre de San Petersburgo (nombre original antes de la URSS), o de Mao Tse Tung, a quien ahora le dicen Mao Zedong y así, cantidad de ejemplos que no acabaríamos de mencionar.
Con este preliminar quiero introducirme al tema de la importancia de los nombres, especialmente de las ciudades o regiones, en particular de nuestro país. Siempre he creído que regionalismos y nacionalismos nacen del orgullo y del sentido de pertenencia que sus habitantes tienen por su suelo y de ahí el empuje y progreso que desarrollan para demostrar su hegemonía y supremacía.
Pues bien, el nombre que encabeza esta crónica me había rondado la cabeza desde hace muchos años por su falta de originalidad y tal vez, la razón por la falta de apego al solar nativo. También, varias me pregunté por qué nadie había pensado o aún sugerido un nombre adecuado para el Departamento, que representara y por lo menos, reflejara una idiosincrasia propia de la región, independiente de la subordinación que implica su nombre. Por un momento pensé ¿Por qué a nadie se le había ocurrido presentar una propuesta en tal sentido? ¿Cómo tantos ilustres representantes y dirigentes insignes preferían mantenerse a la sombra de otros?
Hasta que encontré un artículo publicado, en 1977, en un efímero periódico local, firmado por el entonces Senador de la República, Justo Pastor Castellanos, con el mismo encabezado de esta narración, a quien doy paso a su propuesta, tal cual la escribió:
“… Esa pesada cruz de subalternos con el nombre de Nortesantandereanos, es casi ya insoportable. Se ha vuelto como la úlcera sobre la que ronda el tábano con su aguijón desnudo, punzando y punzando como buscándole la almendra al dolor. Nos hemos convertido como el hombre del bacalao en la Emulsión de Scott, que no puede dar un más porque se le reinvierten los hígados.
De otro lado ¿Qué es el Norte de Francisco de Paula Santander? ¿La cabeza del Prócer? ¿La brújula del General? ¿La ruta del guerrillero de la Independencia? No se le encuentra sentido etimológico, ni siquiera simbólico. Eso de Norte de Santander como enunciado es casi una incongruencia idiomática, casi una aberración gramatical, discusión que la dejamos a los filólogos o legamos a los historiadores que disfrutan del tiempo que no tienen quienes hacen la historia. Porque ahora sí, como dice Carlos Pérez Ángel, no nos digamos mentiras.
Nuestra razón social como Departamento nos tiene aplastados, acosados, acobardados. El propio nombre de Norte de Santander implica la supeditación psicológica cuando ya nuestros vecinos se apropiaron la denominación de Santander y se llamaron a sí mismos Santandereanos, dejándonos como premio de consolación llamarnos ‘Norteños’. Y nosotros no somos el norte de nada; simplemente el Norte del Sur, como un ente abstracto, el norte en fin de un embeleco metafísico.
Por eso quiero, invocando el sentido común, que nos bauticemos de nuevo, que ya nuestro apelativo provincial tiene sabor bastardo y comienza a saber a cobre.
Que le digamos al país que crecimos y que nos sentimos aburridos de tan mal tratamiento y del pésimo gusto que nos llamen por sobrenombres sin ubicación simbólica ni idiomática. He querido con ello que nos fijemos una guía; que busquemos nuestra médula del pasado y nuestra razón de raza, si es que la tenemos, pero que no sigamos caminando a ciegas en este pantano nacional, carentes de autenticidad, prestándonos para que nos atropellen en los presupuestos multimillonarios de los cuales no nos arrojan sino migajas desde Bogotá.
Que busquemos un camino más despejado, un cielo abierto, un piso más afirmativo que nos dibuje una real fisonomía.
En resumidas cuentas, apelo al sentido común que nos queda para que nos despojemos de estas ropas que nos quedan como pacotilla en la esperanza de que estrenando nombre original para nuestro departamento, tan venido a menos, entremos con el pie derecho a la historia a construir algo nuevo, para que no nos torture más esta realidad tan irritante de ser anónimos. En fin, que formemos un regimiento de voluntades para poner un nombre decoroso a nuestra geografía puesto que el que lleva lo tiene de prestado”.
Les dejo la inquietud planteada. ¿Será esta la hora de iniciar el cambio? ¡Transmitan el mensaje ahora que se puede fácilmente y …buena suerte!!!
Redacción
Gerardo Raynaud D.
gerard.raynaud@gmail.com
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