Con el avance de los tiempos y el desarrollo de nuevas tecnologías, novedosas fórmulas de comercio han ido apareciendo en el horizonte de los pueblos, todo ello con el objeto de favorecer las necesidades de la creciente población.
Bien argumentaba Malthus, que llegaría el momento en que los recursos producidos no alcanzarían a abastecer el consumo de la población, sin embargo, el progreso ha traído variantes que van en la dirección de proveer de los requerimientos necesarios para su supervivencia.
Ahora bien, una de las innovaciones que han comenzado a aparecer en nuestro medio son los almacenes de bajo costo (low cost).
Aunque no son tan recientes, si lo son en el mercado local, pues tienen menos de diez años de funcionamiento, en Colombia, y puede decirse que surgieron con la aparición de las tiendas D1 para luego multiplicarse con otras marcas, incluso alguna extranjera que decidió aventurarse en el mercado nacional.
Toda esta introducción, la presento para traer a colación que la idea no es nueva y que almacenes, como los que hoy vemos en casi todas las ciudades y pueblos de Colombia, ya existían o existieron en algún momento por estos lados de nuestra geografía.
Remontándonos a fines de los años cincuenta, principios de los sesenta, cuando se produjo una gran inmigración en la Venezuela petrolera que cada día atraía más extranjeros y aunque en su mayoría fueron, en un principio, españoles, italianos y portugueses, también fueron asomándose uno que otro “turco”, que en realidad eran sirio-libaneses, palestinos o árabes del norte de África (marroquíes entre otros) y algunos japoneses, quienes se asentaron en otros países latinoamericanos como Brasil y Perú.
En Colombia, lo hicieron en las fértiles tierras del Valle del Cauca donde establecieron una progresista colonia nipona.
Mientras esto sucedía en otras latitudes, en esta región fronteriza, se establecían en la población de San Antonio de Táchira, algunas familias japonesas que fueron progresando al mismo ritmo que crecía la economía de la ahora floreciente nación del Crisantemo, hasta convertirse en prósperos comerciantes a tal punto que, dicen los conocedores, fueron uno de los mayores accionistas de empresas de esa nación como lo era la Sanyo; de ahí la facilidad con que eran abastecidos de sus productos con la cantidad y velocidad con se surtían sus almacenes, los que distribuían para todo el país pero especialmente para el mercado colombiano, productos que eran introducidos de contrabando, particularmente, los famosos radios portátiles que fueron llamados “panelas” por la similitud que tenían, en su forma, con las tradicionales de azúcar de caña que se venden en el país.
Vale la pena mencionar los tradicionales almacenes de japoneses de San Antonio, de grata recordación y hoy desaparecidos por efecto de las desgraciadas circunstancias económicas de ese país, otrora pujante; me refiero entre otros a los almacenes Yonekura y al no menos recordado Luis y Alberto.
Sin embargo, no quisiera dejar pasar uno, tal vez menos conocido y por lo tanto menos recordado, pero que fue el motivo de inspiración para escribir esta crónica, se trata del almacén Todo a Real. Es probable que pocos lo recuerden.
No era grande ni ostentoso. Estaba situado frente a la Plaza de Bolívar, en la mitad de la cuadra entre el almacén de los Yonekura y el Banco de Venezuela (hablo de la época dorada de San Antonio, cuando ambos existían).
Fue el clásico negocio donde todos sus artículos tenía ese precio: un real. Como ha pasado tanto tiempo y el cono monetario de ese tiempo quedó rezagado en el olvido, me permitiré recordarles a mis lectores que antes que la moneda venezolana; el Bolívar, perdiera los trece ceros que tuvieron que eliminar para poder utilizarlo como medio de intercambio, las monedas de entonces, eran en su orden: la puya (5 céntimos), la locha (12.5 céntimos), el medio (25 céntimos), el real (50 céntimos), el bolo (para sus admiradores era la moneda de plata ley .900) y el fuerte (la moneda de 5 bolívares, también de ley .900).
Aunque también existía la moneda de plata de Bs.2, no le tenían ningún nombre o apodo particular. En cuanto a los billetes, el más popular era el “marrón”, que era de Bs. 100, sin olvidar los demás de 10, 20 y 50.
No existían, en esos años, otras denominaciones. Espero que después de esta descripción quede claro, el por qué de su nombre y el precio de sus productos. Hoy en día existen en el mundo variedad de negocios con una filosofía similar: la venta de productos a un solo precio, por ejemplo, Dollar City o Dólar One, que a pesar de su nombre, sus productos no tienen ese precio, aprovechándose de una filosofía que solamente busca atraer público con un título que a la larga resulta siendo engañoso.
Espero haber despertado en mis lectores, con esta crónica, recuerdos sepultados en lo más profundo de sus mentes y para quienes no tuvieron la oportunidad de conocerlo, un dato que alimente su conocimiento de la historia de esta región.
Redacción
Gerardo Raynaud D.
gerard.raynaud@gmail.com
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