Tener que revivir la pesadilla del desplazamiento, como le ocurrió en 1999 cuando tuvo que huir del corregimiento La Gabarra, en Tibú, es un episodio que Teresa –nombre que usaremos para proteger su identidad– se niega a repetir.
A lo largo de su vida, ha enfrentado el desplazamiento de diferentes maneras, algunas veces impulsada por el miedo, otras porque no le quedó más opción.
En cada ocasión, dejó atrás su hogar, sus pertenencias y los recuerdos que construyó con su familia, arrancando de raíz la estabilidad que tanto soñó.
Sin embargo, ahora, en su vivienda en el municipio de El Tarra, ha tomado una decisión firme: no volver a abandonar lo que con tanto esfuerzo ha construido.
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Ya no tiene fuerzas para huir de nuevo ni ganas de empezar otra vez desde cero. A pesar del recrudecimiento del conflicto armado en el Catatumbo, Teresa elige quedarse junto a sus hijos.
Con la fe puesta en Dios y el temple de una mujer catatumbera, se aferra a su hogar con la esperanza de que, esta vez, la guerra no le arrebate lo que con sacrificio ha logrado.
Pese al peligro que esto representa para su familia, prefiere la incertidumbre de resistir en casa que la certeza de otro desplazamiento.
Huyendo con su familia
Una familia campesina y feliz, así recuerda Teresa el hogar que construyó en La Gabarra, donde vivió hasta agosto de 1999, cuando los paramilitares irrumpieron en el corregimiento y arrasaron con todo a su paso.
“Un día esa gente empezó a llegar hasta mi vereda, que era Bocas de San Miguel, y nos tocó salir con lo que teníamos puesto. Nos montamos en unas canoas para escapar, y todo lo que vimos en ese recorrido todavía lo tengo marcado en la memoria”, recuerda con la voz entrecortada.
El miedo y la desesperación se mezclaban con el horror. Mientras avanzaban por el imponente río Catatumbo, las aguas turbias escondían el rastro de la violencia. Pronto, los cadáveres flotando en el agua rompieron la ilusión de que estaban escapando de la muerte.
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“Haga de cuenta como cuando un carro pasa por un policía acostado o un bache, pero en canoa y en el río. Eso era un muerto tras otro”, dice, cerrando los ojos como si quisiera alejarse del recuerdo.
Cuando por fin lograron tocar tierra firme, pensaron que estaban a salvo, que el infierno había quedado atrás, pero la realidad fue aún peor.
En las polvorientas carreteras, llenas de huecos y en total abandono, yacían cuerpos mutilados, ensangrentados, expuestos al sol y al olvido.
“Eso es un trauma que le queda a cualquiera. Imagínese a unos niños como los míos viendo una cosa de esas…también mi esposo…es que es algo muy difícil de ver para todos”, agrega Teresa.
Otra vez desplazados
Cuando Teresa y su familia lograron salir de ese infierno, llegaron a Cúcuta buscando refugio. Al principio, parecía que la tranquilidad había vuelto, pero la calma fue efímera.
Después de escapar de los paramilitares, ahora enfrentaban una nueva amenaza: las bandas criminales que operaban en la ciudad.
Uno de esos hombres, integrante de un grupo delincuencial, comenzó a fijarse en una de sus hijas.
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“El tipo ese la recogía del colegio y la estaba enamorando, se la llevaba en una moto, y mi niña estaba muy peladita. A mí la gente del barrio me avisaba, y yo subía por allá, a unos cerros, a apartarla de ese hombre. Por eso me cogió en la mira”, relata Teresa, aún con rabia e impotencia.
El criminal no tardó en tomar represalias. Empezó a amenazarla, a pasar por el frente de su casa y a hacer gestos intimidantes, como tocarse la pretina donde guardaba un arma.
Con el miedo creciendo cada día, Teresa decide vender la casa. Un hombre le ofreció intercambiarla por un lote en Venezuela, y en su desesperación aceptó.
“Otro tipo se enteró de que la estaba vendiendo y me propuso intercambiarla por un lote en Venezuela. Nos pegamos el viaje por el desespero, pero el sitio era muy pequeñito. Cuando regresamos, ya habíamos perdido el ranchito”. De nuevo la historia se repetía, porque tenía que abandonar todo y empezar de cero.
Un golpe aún más fuerte
Instalándose en El Tarra, pensó que la vida le daría un respiro, pero el destino tenía preparado otro golpe devastador: el asesinato de su esposo.
“Ese fue uno de los momentos más difíciles que tuve que pasar porque yo tenía a mi último hijo de tan solo un añito. Resulta que a mi esposo lo vendieron y llegaron hasta acá para matarlo. Lo recuerdo y se me eriza la piel”, describe Teresa llevándose las manos al pecho.
El dolor de su pérdida fue insoportable. Quedó sola, con sus hijos, en un lugar donde el miedo acechaba en cada esquina. Pero, de algún modo, logró encontrar la fuerza para seguir adelante. No sabe cómo lo hizo, cómo logró criar a sus hijos después de tanto sufrimiento.
Se niega al desplazamiento
Después de años de lucha y resistencia, Teresa creyó que por fin podría vivir en paz en El Tarra. Pero el 16 de enero pasado, la violencia regresó para recordarle que en el Catatumbo la tranquilidad es un espejismo, con datos que señalan hasta el momento 54.098 desplazados y 56 homicidios.
“Nosotros veíamos a los tipos todos vestidos de negro y con fusiles que se metían por todas estas vías, por las calles. Pensamos que se meterían a las casas a sacarnos”, recuerda, estremeciéndose.
Los disparos resonaban en la noche. El miedo volvió a instalarse en su pecho. Pero esta vez, no iba a huir. “Cuando esos tipos disparaban, mi hijo que es especial, entraba en una crisis impresionante, decía que lo iban a matar. Imagínese irnos para uno de esos albergues, con la enfermedad de él yo no puedo hacerlo y también me niego a perder mis cositas”, añade.
Sabe que quedarse en El Tarra es un riesgo. Sabe que en cualquier momento la guerra puede tocar su puerta. Pero también sabe que no puede seguir huyendo.
Teresa y su familia se aferran a la esperanza de que la situación cambie. A pesar de que la violencia parece no dar tregua, ella se niega a permitir que le arrebaten lo poco que le queda.
Cuando parece que la tranquilidad por fin llega a sus vidas, algo siempre se las arrebata. Pero esta vez, Teresa está decidida a no dejar que el miedo la haga correr otra vez.
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